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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

El placer cinético de Kafka

Franz Kafka nació para la literatura al tiempo que el cine se consolidaba como forma narrativa autónoma. Con veintitantos años y un puesto de trabajo estable en una compañía de seguros, Franz Kafka buscaba con sus amigos los placeres que ofrecían las calles de Praga. Entre ellos el cine, que también disfrutó en los frecuentes viajes que hizo en esos años a ciudades europeas. Numerosas anotaciones de sus diarios hasta 1913 citan películas que el tiempo destruyó. Un actor y crítico de cine alemán, Hanns Zischler, se empeñó en una búsqueda exhaustiva de las obras anotadas por el escritor, con escasos resultados. Publicó su investigación en ‘Kafka va al cine’ en 1996, llevándonos hacia obras de la prehistoria del cine, cuando todavía disputaba los espectadores con otros artilugios del XIX, el Panorama, el Diorama. Las películas a las que acudía Kafka estaban huérfanas de una sintaxis elemental del montaje, y necesitaban de un narrador en la sala que organizase los acontecimientos. Sin embargo al escritor le divertían sobremanera, como anotaba en su autobiografía su amigo Max Brod: “Adoraba las primeras películas que aparecían por aquel entonces. Le gustaba especialmente una que en checo se titulaba ‘Táta Dlouhán’. Arrastró a sus hermanas a verla, luego a mí, siempre lleno de entusiasmo, y durante horas no había manera de hacerle hablar de otra cosa que no fuera de esta magnífica película”. Sin embargo Kafka no llegó a conocer el desarrollo narrativo del cine. En los alrededores de 1920, cuando se dan los grandes avances del lenguaje del cine en las escuelas del mudo –los norteamericanos desde Griffith, los centroeuropeos en torno al expresionismo, los soviéticos con la teoría del montaje-, Kafka está totalmente enfrascado en su escritura. Poco antes de morir, a finales de 1923, cuando vivía en Berlín con Dora Diamant, se entera del estreno de “El chico”, de Chaplin. No la llegó a ver. “Hace meses que la pasan aquí”, anota.

Kafka contemplaba el cine como una sucesión de sensaciones visuales semejantes a las que experimentaba en los viajes, en la combinación incesante de trenes, taxis, el metro de París. Un placer cinético muy propio de las vanguardias europeas de principios de siglo, y que en cierta manera se adhirió a su prosa, a la exactitud de sus descripciones, a la endiablada dinámica de sus situaciones. Basta con citar el comienzo de cualquiera de sus grandes narraciones: “Alguien tenía que haber calumniado a Josef K, pues fue detenido una mañana sin haber hecho nada malo” (‘El proceso’). “Cuando K llegó era noche cerrada. El pueblo estaba cubierto por una espesa capa de nieve. Del castillo no se podía ver nada, la niebla y la oscuridad lo rodeaban” (‘El castillo’). Y por supuesto, el célebre inicio de ‘La metamorfosis’: “Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto”. Con pocas y escogidas palabras se traza un escenario, un protagonista, un problema. Apenas sin desarrollo psicológico, más bien una cadena de situaciones que podrían tentar al cine cuando estuviese preparado para afrontar una larga y oscura narración.

Sin embargo, apenas si hay un puñado de adaptaciones cinematográficas reseñables de la obra de Kafka. El atractivo irresistible de sus historias, la fluidez con que están contadas, la originalidad de sus conflictos, no son suficiente estímulo para los guionistas. Algo importante que está en la literatura kafkiana no logra ascender a la pantalla: la angustia que destila, la irracionalidad que desprenden sus razonamientos, el absurdo de una sociedad reglada y rígida, la ausencia de un final en lo que no puede acabar. Un extremo de la fidelidad al escritor puede ser la adaptación para la televisión de ‘El castillo’ por Michael Haneke en 1997. El cineasta de la ambigüedad y del mal reproduce el texto con exactitud, incluso lo interrumpe cuando se acaba el manuscrito. Pero la fidelidad hurta a Haneke su carácter, aunque brilla en una puesta en escena oscura y lúgubre en torno a unos actores soberbios. En el otro extremo, el de la libertad creadora, encontramos a Raúl Ruiz, el cineasta chileno que se atrevió al comienzo de su enorme filmografía, allá por 1970, con ‘En la colonia penitenciaria’, nada menos. Su trasvase a las torturas de una dictadura evapora cualquier sabor kafkiano. Otro polo de libertad, tal vez el de más fama, es la adaptación de ‘El proceso’ por Orson Welles, en 1962. El cineasta supo utilizar su barroquismo de posiciones de cámara forzadas y objetivos de grandes angulares para construir la atmósfera opresiva que no deja respirar a K. La voz de Welles recitando ‘Ante la Ley’, esa obra maestra que cabe en una página, pone el marco para la suprema inquietud que no encuentra cauce de disolución. En fin, entre esos dos extremos, la fidelidad que ampara y castra y la libertad que vuela y diluye, Steven Soderbergh intentó defenderse con los trazos biográficos del propio autor en ‘Kafka, la verdad oculta’, rodada en las cercanías del castillo de Praga con sabor expresionista y entreverada de alusiones a la literatura kafkiana. Su audacia no fue suficiente.

(Publicado en El Norte de Castilla el 23 de marzo de 2024)

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