El director y su época
La filmografía de Kaneto Shindo (1912-2012) abarca casi cincuenta obras como director, a las que cabe añadir muchas otras de guionista. Tras una etapa de formación con el maestro Kenji Mizoguchi, fundó su propia productora, Kindai Eiga Kyokai, lo que le dio una aureola de cineasta independiente. Nacido en Hiroshima, en algunas de sus películas dejó rastro de la explosión nuclear que destruyó la ciudad: ´Los niños de Hiroshima´(1952) o ‘Lucky dragón nº5’ (1959).
Cuando Kaneto Shindo comenzó a dirigir en 1951, el cine japonés lograba sus primeros éxitos en festivales europeos, rompiendo un aislamiento ancestral. El triunfo más relevante fue el de Akira Kurosawa en el festival de Venecia en 1951 con ‘Rashomon’, una obra que descubrió la pluralidad subjetiva. Mizoguchi repitió al año siguiente con ‘Los cuentos de la luna pálida’. Y ambos, Kurosawa y Mizoguchi, compartieron el premio de Venecia en 1954 con ‘Los siete samurais’ y ‘El intendente Sansho’. Sin embargo el cine de Kaneto Shindo no se incorporó a esa corriente conquistadora en Europa. Tampoco figuró en las nuevas olas de los sesenta que tuvieron a Oshima como máximo exponente. Su cine apenas si salió de Japón, con alguna excepción, como las películas sobre Hiroshima. O ‘La isla desnuda’, que además de ser premiada en la Seminci de 1962 también ganó el Gran Premio en el festival de cine de Moscú.
La película
En 1960 la productora de Kaneto Shindo estaba al borde de la bancarrota. El director decidió jugar fuerte con su nueva película. La salió bien. ‘La isla desnuda’ tuvo éxito y permitió enderezar las cuentas. Un éxito doble, pues además del buen funcionamiento comercial la película se arriesga con estéticas experimentales.
‘La isla desnuda’ se rodó en Sukune, un islote en el mar interior de Seto, prefectura de Hiroshima. Casi todas las secuencias transcurren sobre los riscos y pendientes de ese islote, salvo los viajes en una pequeña barca a las costas cercanas. Un matrimonio con sus dos hijos pequeños vive allí dedicado a la agricultura. No hay agua potable, por lo que deben trasladarla desde las poblaciones de enfrente. La película es una sucesión de tareas cotidianas que solo pueden salir adelante con el esfuerzo de grandes y pequeños. Los padres suben y bajan los caminos sobre sus sandalias mientras los pequeños preparan el fuego o recogen leña, aunque diariamente cruzan la bahía para ir al colegio. No hay lugar para el descanso o la placidez familiar, los planos repiten con estructura rítmica las penosas condiciones de vida y trabajo, fusionados en jornadas que solo se diferencian por los distintos cultivos estacionales. Solo algunas incidencias rompen la monotonía laboral: la captura de un pez que venden en la ciudad, los cantos escolares o la tragedia final. Casi todos los planos inclinan la cámara para cercar a los protagonistas, arriba por el cielo, abajo por el mar.
La marca de autor
Era una película en la que Kaneto Shindo se jugaba la supervivencia de su productora, y aun así decidió rodar un guion con un toque de extrañeza: no hay palabras, salvo las que sobrevuelan la música de algunos cantos. La película no es muda ni silenciosa. Todo lo contrario, está repleta de sonidos de todo tipo. Sonidos naturales, ambientales, hasta urbanos en las pocas secuencias fuera del islote. Pero los actores no hablan. Se entienden con la mirada, entregados a la disciplina del trabajo. Y se organizan en la jerarquía familiar de gestos y órdenes. Al espectador llega una puesta en escena que apenas si se muestra forzada o inverosímil. La sencillez de la trama permite la transparencia narrativa. El sonido de los objetos, de las pisadas, de las labores, se convierte en un actor principal. Sobre todo el movimiento del agua, registrado en sus variantes más delicadas: el agua que llena los cubos, el que golpea el remo, el del oleaje, el que cae a la tierra para humedecerla. Solo un sonido queda un tanto rancio: el de la música, empeñada en endulzar las travesías de la bahía.
(publicado en El Norte de Castilla el 29 de mayo de 2025)