La directora y su época
Tras los sucesos de 1956 en Hungría, en los que el ejército soviético aplastó el movimiento ciudadano que luchaba por la independencia política de la URSS, el cine húngaro tuvo que aprender a manifestar sus ideas sin ser blanco de la represión o la censura. Cineastas de los sesenta y setenta como István Szabó, István Gaál o Sandor Sara, labraron parábolas indirectas, a veces muy oscuras, como en el caso de ‘Los halcones’, de Gaál. El realizador más reconocido internacionalmente fue Miklós Jancsó, marido de Márta Mészáros entre 1958 y 1968 y autor de obras inolvidables como ‘Los desheredados’ o ‘Silencio y grito’.
Márta Mészáros, nacida en 1931, quedó huérfana a los 11 años. Su padre, escultor, fue ejecutado en una purga estalinista y su madre desapareció en la Segunda Guerra Mundial. Se formó en Moscú, bajo el cuidado de grandes del cine soviético como Pudovkin o Dovzhenko en las aulas donde estudiaban Sokúrov o Tarkovski. Pero cuando volvió a finales de los cincuenta a Hungría tomó un camino bien diferente del de las directrices oficiales. ‘Una muchacha’ reivindicó la mirada femenina, ejercida por la primera mujer que consiguió dirigir en Hungría. En sus siguientes obras insistió en ese acercamiento a la existencia cotidiana de la mujer, a sus dudas y temores en un ambiente en el que la supremacía machista se ejercía sistemáticamente. Con ‘Adopción’ ganó en 1975 el Oso de Oro de Berlín, rompiendo otra exclusiva masculina. Dirigió cerca de treinta largometrajes hasta 2017.
La película
Para su primera obra Márta Mészáros escribió un guion en el que la protagonista es, como ella, huérfana. Una chica sin más raíces que el orfanato que la recogió y crio, y al que vuelve en la primera secuencia a reunirse con sus compañeras. No sabe muy bien que pinta ahí, ni tampoco en el trabajo ruidoso de una fábrica, o en la búsqueda de su madre biológica que la lleva a una aldea. La muchacha, interpretada por la atractiva Kati Kovács, pasa por las situaciones con una mirada curiosa y a la vez desconcertada. Los hombres la solicitan, la persiguen, incluso en la estancia en la familia de su madre. Ese vagabundeo entre acosadores permite observar a la sociedad húngara de 1968, silenciosa y fría, incapaz de entender el vacío afectivo y existencial de la protagonista. Una sociedad en la que podemos rastrear vínculos con la española de aquellos años, en escenas tan relevantes como la del baile en el pueblo de la madre, o en las calle sin asfaltar de los villorrios. Una sociedad en la que los jóvenes intuyen un horizonte distinto con la nueva música rock y la moda hippie. Todo sirve para abrir un poco las ventanas.
Los cerca de cincuenta años desde el estreno de esta película no han hecho más que beneficiarla. Sus evidentes virtudes cinematográficas –interpretación, fotografía, puesta en escena, ritmo- aumentan con la posibilidad de confrontarla con corrientes que surgían en paralelo en otros lugares de Europa. Márta Mészáros apenas si recogió herencias del cine soviético en que se educó, pero sí fue capaz de construir una filmografía que, en la onda de la Nouvelle Vague, tendría como cómplices a cineastas de la altura de Agnès Varda o Chantal Akerman.
La marca de autora
A finales de los sesenta no se enarbolaba en el cine húngaro la bandera feminista, ni apenas si se concedía el protagonismo a una mujer. Márta Mészáros, en esta y en sus siguientes películas, se centró en la vida cotidiana de sus personajes, siempre femeninos. En ‘La muchacha’ dibuja a una protagonista que esconde detrás de sus bellos ojos las dudas y el desconcierto de una persona arrojada a la vida, tan desnuda como en su nacimiento. Los favores sexuales parece lo único capaz de movilizar a los hombres que va conociendo. Ella misma es incapaz desde su inmadurez de concebir otro lazo. La frialdad como defensa domina sus relaciones. “¿Para qué necesitamos el amor?”, canta un grupo de rock en la parte final, donde un beso tan espontáneo e inseguro como los anteriores puede endulzar la vida. O no.
(publicado en El Norte de Castilla el 12 de junio de 2025)