Hace unos meses se reunieron en ‘Bajo el sol’ una buena colección de cartas que Bruce Chatwin había ido mandando desde los lugares más insospechados: Abomey, en Benin, Ronda en Málaga, la australiana Bondi, Jodhpur, enla India…Cartas dirigidas a su mujer, a sus editores, a amigos y conocidos, contando las peripecias de sus viajes inacabables y el interior de sus sentimientos. Cartas siempre manuscritas con su elegante Montblanc o con un trozo de lápiz prestado, cuidadas con amor por sus receptores y años después clasificadas y editadas por Nicholas Shakespeare, a quien debemos para siempre una soberbia biografía del viajero. Su muerte en 1989 le impidió el acceso a los medios actuales de comunicación, pero no por ello deja de saltar la interrogación de si estas cartas existirían si Chatwin hubiera podido usar el correo digital, sin papel, sin estilográfica, sin la parsimonia del cuentagotas entre una carta y otra.
La escritura es el trazo más permanente de la infancia, técnica aprendida y que no solo no nos abandona, sino que nos particulariza e identifica. Una de las razones de la supervivencia de las cartas, las de Chatwin y las de cualquier otro individuo, es la presencia de esa caligrafía que solo pertenece a quien escribe. Es su voz y su pensamiento hecho materia, es la combinación del rastro corporal que guarda la fotografía con la voluntad de comunicación que apuntan las palabras capturadas. Hace unos años Esther Tusquets publicó un recordable artículo, ‘Heidegger y el correo electrónico’, en el que ayudada por la armazón teórica del filósofo evocaba las cartas manuscritas que guardaba, y que cada vez escaseaban más: las pobladas de dibujos de Rafael Alberti; las de tinta verde de Pablo Neruda, fechadas en trasatlánticos (¡qué será buscar un buzón en alta mar!); las de letra casi indescifrable de Miguel Delibes. Algunas estaban escritas a máquina, y aunque desaparecía el rasgo personal quedaba al menos la impresión irregular, la elección del papel, la firma, la seguridad de que al otro lado unas manos se emplearon para elaborar el envío. Un aroma táctil.
Nada de eso guardan los correos electrónicos, no digamos ya los vertiginosos mensajes de móvil y otras hierbas y soportes. O tal vez quede lo único importante, el texto, la escritura veloz sin tiempo de espera, torrencial, volátil, inmaterial. Escritura inmaterial, nuevo y devorador oxímoron. Y flexible, y sobre todo reversible. No hay palabra definitiva en la pantalla, siempre queda la marcha atrás que en estas líneas que escribo (lo confieso, armado de pluma estilográfica) solo se puede hacer con el tachón rechazable para la carta manuscrita, sometida a higiene antigua y portadora de gravidez, de pensamiento sentenciado. La retórica de las comunicaciones de antaño era hija de la prudencia impuesta por el cuidado. Esa irreversibilidad y unicidad del resultado final trae el recuerdo paralelo de la fotografía predigital, guardada en cajas y álbumes, enmarcada para resaltar al ser amado, al viaje inolvidable, la vida perdida y pasada. Imagen definitiva, frente a la digital trastocable, etérea, múltiple, sin descanso ni final.
¿Desaparecerá la escritura manuscrita? En realidad la respuesta la da la práctica diaria de muchas personas que se sirven exclusivamente del teclado. Pero, ¿dejarán en un futuro los niños de portar en sus manos el instrumento con el que configurar un trazo indeciso que poco a poco va cristalizando en la letra personal? ¿Desaparecerá la firma? Frente a ella y su imposibilidad digital usamos en muchas ocasiones claves que nada nuestro contienen salvo su secreto.
Con la caligrafía no solo se traza un texto único e individual, poseído por la mano o expropiado si procede de una fuente ajena. También se porfía por el bautismo y la personalización de lo hecho en serie. El lanzamiento de un libro debe ser mediado en lo posible por la presencia del autor que ofrece su dedicatoria a cada potencial comprador. Tras la rúbrica el objeto seriado vuelve a ser único y ceñido a su propietario, que solo lo perderá cuando sus herederos dejen de valorarlo y lo pongan en almoneda ignorante. No sé que estrategias de marketing se preparan para sustituir ese poderoso imán comercial ante el ascenso imparable del libro digital. En este también se pude subrayar y hacer añadidos, pero sin alcanzar el tacto de la caligrafía individual. Declaraba Umberto Eco en su reciente visita a Burgos: “Se puede leer ‘Guerra y paz’ en e-book, obviamente, pero si lo has leído hace diez años y lo retomas, el libro objeto te mostrará los signos del tiempo y de la lectura previa. Releerlo en un e-book es como leerlo por primera vez”.
Cuando se adquiere un libro de segunda mano, cabe y se espera la aparición entre líneas del anterior lector: una estampita olvidada, una nota al margen, el ex libris impreso en el comienzo, un billete de tren que pone fecha y lugar a la lectura. Hace unos años compré una vieja edición de ‘Peñas arriba’, el mamotreto de José María de Pereda que solo había podido aguantar en la invencible juventud. En la página del comienzo el propietario había ido anotando con detalle las sucesivas lecturas, cinco en total, entre 1924 y 1942. El volumen quedaba bañado de fidelidad, tal vez de casa y época de pocos libros que dotaba de nuevo sentido a la demorada prosa de Pereda.
Pero el rastro puede llegar a ser dramático, como el que cuenta el hispanista Thomas Mermall en sus memorias, ‘Semillas de gracia’. Amigo de José Jiménez Lozano, relata como este en una visita a una librería de viejo se interesó por una edición de ‘El criticón’, de Baltasar Gracián, que acabó comprando. En el hojeo posterior halló en la parte interior de la cubierta una lista de once nombres sin nada que ver con el libro. Picado por la curiosidad, indagó sobre ellos y terminó por descubrir que correspondían a gente de izquierdas ejecutados durante la guerra civil. La mano que elaboró esa lista y las oscuras intenciones del agrupamiento se cruzaban sobre la lectura de un libro que nació limpio hasta que la historia pasó por su camino y depositó en él un rastro estremecedor. La huella caligráfica confrontaba una vez más un texto etéreo con las rugosidades y desventuras de quien lo tuvo en sus manos.
(Publicado en La sombra del ciprés el 15 de junio de 2013)