En las primeras líneas de ‘Stoner’, la tercera novela de John Williams, se traza una semblanza biográfica del protagonista, un profesor de la Universidad de Missouri que en cuarenta años de docencia no pasó del escalafón de profesor asistente, y del que apenas queda rastro entre sus alumnos o colegas. Un profesor olvidado, enterrado como el manuscrito medieval que sus compañeros donan en memoria suya a la Biblioteca de la Universidad, perdido en el polvo de archivos que nadie abrirá. Solo mitiga su olvido algo que se apunta, simétricamente, en la última página de la novela, cuando el agonizante profesor toma en sus manos el único libro que ha publicado: “No tenía la ilusión de encontrarse a sí mismo allí, en las letras desvaídas, aunque, lo sabía, una pequeña parte de él que no podía negar estaba allí, y estaría allí”. El muerto nunca calla del todo.
Si adjudicáramos a John Williams esa biografía condensada y gris de su protagonista, los desacuerdos no serían en principio importantes. Un primer velo le oculta en las búsquedas por su coincidencia nominal con el famoso músico de las películas de Spielberg. Y tras ello, las informaciones repiten lo mismo, solapa tras solapa de sus libros o de noticias digitales reproduciendo cancerígenamente idéntica salmodia: nacido en 1922, alistado en el Ejército, cuatro novelas y algún poemario, profesor de la Universidad de Denver hasta su jubilación, fallecido en 1994…, y siempre presidido por la misma fotografía, ese rostro con perilla concentrado tras unas gafas. Apenas nada, ni siquiera ese manuscrito de recuerdo de sus colegas. Apenas nada, salvo la literatura, donde sí depositó algo de sí mismo, lo suficiente para que hormiguee en nuestras manos y suba por el espinazo para reencarnarse en emoción lectora. Un muerto que habla cada vez más.
Algo de la difusión y del éxito sí había paladeado John Williams en vida. Nada sabemos de su primera novela, ‘Nothing But the Nigth’, pero las dos siguientes, ‘Butcher’s Crossing’ y ‘Stoner’ tuvieron repercusión crítica, y con la cuarta, ‘Augustus’, obtuvo en 1973 el National Book Award, el premio nacional de narrativa estadounidense que le pone a la altura de Flannery O’Connor, Philip Roth o Saul Bellow. En España hay que esperar hasta 2007 en que se publica ‘Augustus’, en traducción doble al catalán y al castellano (‘El hijo de César’), en la onda de libros históricos que a veces se convierten en best sellers. Pero no fue el caso, tal vez faltara un especiado gótico u oscurantista. De puntillas, en 2010 una editorial de Tenerife, Baile del Sol, traduce ‘Stoner’, y los misteriosos mecanismos del boca-oreja comienzan a multiplicar las ventas, hasta que las críticas de Vila-Matas, Rodrigo Fresán o Luis Antonio de Villena lanzan definitivamente la obra. El éxito trae ahora la traducción de ‘Butcher’s Crossing’ por Luis Murillo Fort, habitual en la obra de Cormac McCarthy.
John Williams puede estar satisfecho. Su apellido se perpetúa en los nombres de sus protagonistas –William Stoner, William Andrews- y su vida insulsa, stoneriana, se reinterpreta desde las páginas que escribió. Porque esa es la alta misión que llevan encomendadas sus novelas: buscar –o negar- un sentido a la existencia. Stoner, el docente de sótanos con una familia distante y una trayectoria profesional repleta de derrotas y vejaciones, cumplió al menos con la divisa que le marcó su maestro cuando era un simple estudiante: ser profesor. “¿Y por qué, cómo sabe que voy a ser profesor?”, le pregunta el sorprendido discípulo. “Es amor, señor Stoner. Usted está enamorado. Así de sencillo”. Un amor a la literatura de difícil culminación académica en el fango de los departamentos universitarios, marcado además por la premonición de un amigo visionario de juventud: “Tienes el mal, la vieja enfermedad. Crees que hay algo aquí, algo que encontrar. Tú también estás condenado al fracaso”.
Encontramos de nuevo el aliento de una promesa enamorada en la estupenda ‘Butcher’s Crossing’, aunque en un marco completamente distinto, un western en las praderas de Kansas pobladas por bisontes y cazadores. William Andrews está obsesionado con alejarse de su vida familiar en el Este y buscar la libertad en la aventura de la naturaleza inexplorada. Su herencia la gasta en armar una partida de cazadores en busca de un valle virginal poblado de bisontes, pero lo que lentamente va entrando en su cuerpo es una naturaleza que, como advierte Herman Melville, cura a la vez que enferma. Las extraordinarias peripecias están llenas de náuseas y de sangre, de soledad y de locura. Los bisontes son pieles apestosas que desollar e hígados que hay que comer crudos para conjurar la enfermedad. El cielo azul trae la sed, o el aislamiento, o la nieve que sepulta el paisaje. Al final solo quedan los ajos abismados de los supervivientes, los gestos concentrados, el silencio. “No hay nada, nada salvo tú mismo y lo que podrías haber sido”, oye a la vuelta, en el atisbo de un horror que recuerda al de ‘El corazón de las tinieblas’ de Joseph Conrad. Un nihilismo como hermano mayor del olvido que abría estas líneas al compás de la vida gris de Stoner. Pero nihilismo finalmente y felizmente pisoteado por la gran literatura que sobre él edificó John Williams, el muerto que no calla.
(publicado en La sombra del Ciprés el 23 de noviembre de 2013)