Cuenta Fernando Fernán-Gómez en sus memorias, ‘El tiempo amarillo’, que en el rodaje de su segunda película tuvo que someterse en el plató a numerosas pruebas de iluminación. Quieto, sin moverse, mientras los técnicos hacían pruebas y mediciones. Al poco rato se desplomó, desmayado, y en las tinieblas del golpetazo oyó una voz que decía: “Es de hambre. Este chico estaba muerto de hambre. Lo noté cuando comíamos.” Esta anécdota de un actor a las puertas del éxito ilustra perfectamente las estrecheces en que vivían los españoles en los años cuarenta, a las que había que unir el clima de miedo y terror que no desaparecía a pesar de que la guerra civil iba quedando atrás.
¿Qué cine podía hacerse en medio de esa hambruna sin horizontes, y entre la memoria inmediata sembrada de sufrimiento y muerte? Dejando aparte alguna trayectoria excepcional, como podía ser la de Edgar Neville, que estrenaba ‘Domingo de carnaval’ en 1945 o su obra maestra ‘La vida en un hilo’ dos años después, las obras que arrastraban público en los estrenos eran cosas como ‘Botón de ancla’, ‘Locura de amor’ o ‘Raza’, cuentos históricos de cartón piedra o redenciones por la cruzada, es decir, evasión o victoria. Con la mirada por encima de esa miseria generalizada, Carlos Serrano de Osma, un director que había tenido la osadía de debutar con la unamuniana ‘Abel Sánchez’, se preguntaba en un artículo de 1945 publicado en la revista del SEU: “¿Hay en España una cultura de cine? ¿Hay un ardor intelectual, una preocupación seria y constante por los llamados problemas del séptimo arte?”. No era una pregunta retórica, pues sabía de círculos inquietos en Madrid y Barcelona con los que ensayar un principio de afirmación. A ellos se refiere en una conferencia posterior: “Tengo la dicha personal de haber acoplado en Barcelona un equipo mágico. Cine mágico. He aquí el secreto. Cine social y mágico. Los problemas vitales, físicos y metafísicos del hombre español. Audacia. Poesía. Pero para llegar a ello tenemos que darnos íntegramente al cine. Vivir para el cine”.
El centro de ese equipo mágico en Barcelona era Lorenzo Llobet-Gràcia, un empresario del transporte nacido en 1911, fundador de cine-clubs y director de cortometrajes, por fin decidido a embarcarse a mediados de los cuarenta en el rodaje de un largo con el respaldo de la productora Castilla Films y, por supuesto, de su patrimonio empresarial. Las dificultades se presentan con prontitud:la Dirección General de Cine supervisa el guion y muestra su disconformidad con la mezcla de la zona Roja yla Nacional, por lo que aun superando la censura obtiene la calificación más baja y se queda sin posibilidad de crédito oficial con el rodaje ya comenzado. Fernando Fernán-Gómez, que protagonizaba la obra con María Dolores Pradera, su mujer por aquel entonces, recuerda en las memorias citadas que llegaron a deber dos meses de hotel, pues el pago no llegaba nunca, hasta que por Navidad de 1947 Llobet-Gràcia les dio un sobre con veinticinco pesetas para que celebrasen las fiestas con sus hijos y dejasen algo al hotel.
Pero por encima de las dificultades Llobet-Gràcia estaba decidido a seguir los dictados anhelados por Carlos Serrano de Osma. Vivir para ese cine mágico, crearlo para trascender la realidad y curarse de ella. Su película es una asombrosa afirmación de esa potencia que el arte guarda, tan necesaria en tiempos oscuros, también en los claros. ‘Vida en sombras’ cuenta la biografía de un alter-ego de su director, un ser tan atrapado por el cine que nace al mismo tiempo que él, e incluso en su seno: su primer llanto se oye en una barraca extasiada ante las proyecciones de Lumière y Méliès. De ahí arranca un cruce de sombras y carne que va recorriendo hitos paralelos: las risas con Chaplin junto con la alegría del Armisticio, el sonoro de Al Jolson unido ala Exposición Internacional de Barcelona,la República reflejada en los noticieros de imágenes. El nexo se debe al protagonista Carlos Durán, encarnado por el famélico y siempre afilado Fernán-Gómez, que con una cámara Pathé Baby regalada por su padre –un trazo biográfico del director que escala la pantalla- va entrando en el campo de la realización. Llega el amor, prendido a una disputa por una revista de cine, y llega el primer beso, al alimón con el que se dan en la pantalla en ‘Romeo y Julieta’ de Georges Cukor. Y llega la tragedia de la mano de la gran tragedia colectiva. La guerra civil nutre de imágenes sangrientas la cámara de Durán, pero se lleva también a su mujer, embarazada, en un tiroteo accidental del que sin embargo se culpa el protagonista: no se ocupó de protegerla, embebido como estaba en la filmación de un plano inolvidable, ese rollo gigante que se despliega ante la cámara como una simbiosis del desarrollo de la historia y de la impresión del negativo de celuloide. Durán se viene abajo, la amargura le invade, y tras la guerra queda como tantos otros, colgado, sonámbulo, apartado de cine y de todo. Pero en el propio daño está, a la manera homeopática, la curación, que como no podía ser de otra manera llega de la mano de otra película. En la escena final de ‘Rebeca’, con la cámara siguiendo el cuerpo invisible de la protagonista de cuyo fallecimiento se culpa su marido, Durán encuentra su historia y su redención, y es capaz de volver con ánimo a las imágenes que guarda de su mujer. Incluso arranca una sonrisa de una fotografía que observa con terquedad. Sí, el cine debe acompañar a la vida siempre, pues la provee de luz curativa y guarda su impulso en imágenes incorruptibles. Cine y vida hermanados y fundidos otra vez en pos de un nuevo rodaje que es, asombro y perplejidad el de la propia película ‘Vida en sombras’, citándose cervantinamente a sí misma desde el contracampo de los técnicos donde está Durán. La última línea es otra vez la primera.
Circularidad, autorreferencialidad, el cine mágico que desborda por todos los lados las miserias de 1948. Pero la realidad devuelve el golpe. La película tiene que alterar su montaje inicial, la productora quiebra, y Llobet-Gràcia acaba también con su dinero y su salud maltrechos. El estreno no tiene ningún eco, y no llega a las pantallas de Madrid y Barcelona hasta 1953. La carrera del director se termina, aunque todavía hizo algún intento más de cortometraje amateur. Algunas copias de la película, en16 mm. y bastante deterioradas, se salvan del olvido, y con ellas emprende años después la restauración del original Ferrán Alberich, un técnico enamorado de la obra, que se proyecta en Barcelona de nuevo en 1983 y enla Semincien 1984, junto con el corto que hace el restaurador, ‘Bajo el signo de las sombras’. Por fin hay eco crítico y de público, que se continúa en estudios, proyecciones especiales y hasta alguna tesis doctoral. En 2008 se presenta en el Festival de Venecia, y la Filmoteca Española emprende una nueva restauración. Queda por publicar una buena y definitiva edición en DVD, que nos salve de las deficientes copias que circulan por Internet, acompañadas del documental de Alberich, ahora inaccesible. El cine, el cine mágico y sanador, lo agradecerá y devolverá con creces a cada espectador.
(publicado en ‘La sombra del ciprés’ el 7 de diciembre de 2013)