Es Arcadio Pardo un poeta al que gusta indagar en raíces, oír resonancias de tiempos y lugares lejanos o incluso remotos que luego conjuga en sus versos. Uno de sus libros, ‘Efectos de la contigüidad de las cosas’, se cierra con la fecha de 1505, en que nacían en Brujas sus posibles ancestros Bárbara y Catalina Pardo. “Seres todavía contiguos” los proclama, y tras ellos inicia el poema: “Siempre se es contiguo de algo: / del aire, de la lluvia, de algún roce / perpetrado, del frío, de los campos”. Escojo este término de contigüidad para acceder o sustituir de manera más precisa al de memoria, que parece requerir un rastro de experiencia que en muchos casos es problemático o dudoso. Muchas veces nos sentimos concernidos por relatos que traen épocas pasadas que no vivimos; si acaso recogimos su eco en la voz de nuestros mayores, pero ya es experiencia de segunda mano, tan de ficción o realidad deformada como las obras que recorremos.
En el trayecto por la vida antigua busco el paralelo en el cine y llego a una trilogía cinematográfica que por alguna casualidad se trenzó en años sucesivos: en 1976 Bernardo Bertolucci estrenó ‘Novecento’. Al año siguiente los hermanos Taviani recogieron la Palma de Oro de Cannes con ‘Padre padrone’. Y el mismo premio se otorgó en 1978 a Ermanno Olmi por ‘El árbol de los zuecos’. En las tres resplandece la vida antigua de los trabajos agrícolas, aunque con signo muy distinto. La obra de Bertolucci busca el discurso político de la emancipación de los campesinos, y llega hasta las inmediaciones del compromiso histórico agitado por el Partido Comunista en los setenta. El tema de ‘Padre padrone’ tiene un carácter más íntimo, pegado a los orígenes del lingüista Gavino Ledda, que tuvo que huir de la disciplina paterna para hacerse a sí mismo. Al cabo la historia es universal, reconocible en ese arranque con el padre que va a buscar a su hijo a la escuela para obligarle a abandonar unos estudios que nada producen y menguan la mano de obra familiar.
Pero donde la contigüidad se torna misteriosa, pues la memoria reconoce conflictos que no atravesó, es en ‘El árbol de los zuecos’. La película de Olmi reconstruye la vida en una granja de Bérgamo, en Italia, cuando acaba el siglo XIX, y a diferencia de las anteriores no busca una evolución, ni la proyección de sus protagonistas hacia un futuro distinto. No, la película se estanca en la vida rural de una hacienda propiedad de una burguesía de aroma feudal, asentada en la experiencia milenaria del campesino de la que ya no queda ningún rastro, ni laboral ni social. Y, sin embargo, es fácil dejarse embargar por las pequeñas narraciones que se van trenzando sin ningún ropaje de nostalgia o de sentimentalismo. Casi todo resulta cercano y propio: la algarabía permanente de los niños, ajenos a horario escolar alguno. La ropa remendada de los hombres en el trabajo. El roce de los charcos y el barro en las pisadas dificultosas. Las estancias desnudas, reducidas a las grandes mesas de la comida familiar o las camas donde el frío rebota. Los cuentos nocturnos en la cocina, entre escalofríos por los muertos que resucitan. Ya ha pasado más de un siglo por esa Italia fenecida, y sin embargo parece fácil encender la llama de su recuerdo en nuestra mente, que se resiste a reconocer que nunca tuvo que ver con la vida campesina.
La especie humana lleva en su singularidad el alejamiento constante de la naturaleza con sus logros técnicos y su organización social. En ese larguísimo camino que nos deja rodeados de asfalto queda demasiado atrás el arado romano y la dependencia exclusiva del clima que soportan esos habitantes de la llanura bergamesca, y no obstante la contigüidad se establece desde las primeras imágenes del filme. No se sirve para ello de señuelos sentimentales o paradisíacos, sino más bien de la dureza contraria, casi insoportable en la escena final de la familia expulsada de la granja. Pero es que hay corrientes que sacuden una herencia inefable, como la de ese abuelo que persigue los primeros tomates de la temporada para lucirse en el mercado con su nieta. O el niño que camina a diario varios kilómetros a la escuela hasta que sus zuecos se parten, lo que acarreará la desgracia a su familia cuando su padre corte furtivamente un árbol para reponer el calzado. Aquí la memoria se expande en el recuerdo común de la ruptura que supone la entrada en la escuela, pero también se remansa en el niño de ‘¡Qué verde era mi valle!’, que vuelve del primer día de colegio con las heridas que le han infligido los veteranos, flagelo que merecerá una inolvidable venganza. Aquí y allá saltan resortes imprevistos. Ninguna boda en la actualidad tiene que ver con la que se vive en la granja de Bérgamo, pero qué fácil es conectar con su tono ritual de sumisión, de respeto, de silencio, acabado en el viaje fluvial que llena el cuerpo de frescor y cielo. Otro cómplice de vida antigua salta a los ojos: las fotografías de Piedad Isla en Cervera de Pisuerga, con los novios que salen de casa con la misma seriedad que los de Olmi.
Tal vez haya una corriente subterránea que nos permite engancharnos a las vidas lejanas. Será la misteriosa contigüidad de Arcadio Pardo la que abre esas resonancias, que ahora me llevan ala Cerdeña de ‘Padre padrone’, a la pequeña ciudad de Nuoro en el centro de la isla, donde nació el jurista Salvatore Satta y en la que se desarrolla la única novela que escribió, ‘El día del juicio’. Acabo con este tesoro rescatado en su final: “Una vez también yo fui niño, y me asalta el recuerdo de cuando seguía el revoloteo de los copos con la nariz aplastada contra la ventana. Todos estaban entonces en la habitación caldeada por la chimenea, y éramos felices porque no nos conocíamos. Para conocerse hay que desarrollar la propia vida hasta el fondo, hasta el momento en que se entra en la fosa. Y también entonces hace falta que exista alguien que te recoja, te resucite, te cuente a ti mismo y a los demás como en un juicio final”.
(publicado en La sombra del ciprés el sábado 1 de marzo de 2014)