Uno no sabe si bendecir o maldecir los números, factores determinantes de aniversarios revitalizadores o diques insalvables de recuerdos sin cifras acordadas. La preferencia sostenida por los múltiplos de 5 y de 10 nos hace dar vueltas ahora a los 100 años dela Gran Guerra, con un abundante caudal de publicaciones. Cruzada la cifra con el 50 aniversario de la muerte del periodista catalán Agustí Calvet deja la novedad de la reedición de ‘De París a Monastir’, que solo se había impreso en 1917. Y el caso es que un libro como este se defiende perfectamente en solitario, sin el paracaídas de los múltiplos numéricos.
Agustí Calvet, parapetado tras el seudónimo de Gaziel, fue un periodista imprescindible enla Cataluña anterior a la guerra civil, siempre en las páginas de La Vanguardia que dirigió y engrandeció entre 1920 y 1936. Todo lo quebró la guerra civil, que le trajo el exilio y luego un mal acomodo en Madrid, vetado para la profesión y semioculto en un puesto editorial. En sus últimos años de vida volvió a San Feliu de Guíxols donde labró una prosa escéptica que todavía debe salir del ámbito catalán. Hace unos años Xavier Pericay recopiló en ‘Cuatro historias dela República’ sus artículos, acompañado por los de Julio Camba, Josep Pla y Manuel Chaves Nogales, un friso generacional que seguramente es la cota más alta del periodismo español del siglo XX.
‘De París a Monastir’ recoge las crónicas de un viaje entre octubre y noviembre de 1915. La guerra llevaba más de un año ensangrentado Europa, una guerra que al escritor le había sorprendido en París como becario de estudios filosóficos, y a la que dirigió urgentemente su pluma para componer sus primeros artículos, recogidos luego en ‘Diario de un estudiante en París’. El éxito pospuso para siempre su inicial vocación filosófica, y un año después deja a Gaziel en un vapor rumbo al Mediterráneo en busca de las tensiones balcánicas que encendieron el conflicto. Acaba de superar con su primer diario lo que él llamó más tarde “la prueba del libro”: reunir los artículos sueltos del periódico en un volumen que, leído con continuidad, revela un carácter orgánico que engrasa cada una de sus partes.
Para entrar en el conflicto Gaziel prepara una introducción sobre los países a los que se dirige, y aprovecha la estancia en Atenas para entrevistar al ex presidente Venizelos, o conseguir del secretario del presidente del Consejo esta declaración de intenciones: “Nuestra máxima aspiración es llegar a Constantinopla y convertirla en capital del helenismo moderno”, o lo que es lo mismo, procurar una matanza entre turcos, griegos y quien se apunte para lograr que el rey Constantino, de origen danés, se corone en la antigua capital del imperio bizantino. Por fortuna, las fuerzas no se adecuaban a los proyectos. A medida que el libro avanza la mirada de Gaziel va abandonando la soberbia de las alturas en pos de la gente común, donde la contienda deja su rastro más terrible de penurias, dolor y muerte, rompiendo el cliché profesional del periodista que se alimenta de las informaciones oficiales: “No es lo mismo recorrer las líneas de fuego bajo la tutela soberana de un Estado Mayor, que internarse sin ninguna garantía, por cuenta propia y a la buena de Dios, en los desfiladeros de Macedonia”.
El viaje de Gaziel por Grecia nos permite también disfrutar de su educación filosófica y clásica en la geografía que atraviesa. Cómo no acordarse de Ulises cuando su barco roza la isla de Ítaca, ya sin los marineros que “encanecían las aguas con el esfuerzo de sus remos”. O de Agamenón al pasar frente a Egio, donde reunió a los caudillos griegos antes de partir a la guerra de Troya. Yendo hacia Salónica deja atrás los montes de Osa y Pelión, “grises, rudos, como en los tiempos en que los Titanes los arrancaron de cuajo y pusieron uno sobre otro, para escalar el Olimpo”. Pero cuando pisa el suelo griego apenas si encuentra nada del mundo que llevaba en los libros: “Esto no son ruinas, sino ruinas de ruinas”. Y es que la pureza de los tiempos clásicos ha sido sustituida por un mundo abigarrado, producto de muchas capas de la historia y de movimientos de pueblos diversos. Su destino griego, Salónica, es tan plural como sus nombres, Thessaloniki, Selánik, Solun, y en ella conviven turcos, griegos, soldados ingleses y franceses, gitanos, madames, y una antigua población de judíos sefardíes, con los que Gaziel mantiene un inolvidable diálogo en el intacto lenguaje de su expulsión.
La guerra, siempre presente, se va acercando en la parte final del libro, y hace que Gaziel emprenda su vuelo más personal y arriesgado, despojándose de todos los velos culturales e históricos para enfrentarse cara a cara con lo que ha movido su viaje: el dolor y la destrucción de las personas, más allá de componendas estratégicas y de placebos nacionalistas. Eso es lo que encuentra cuando se acerca trabajosamente a la frontera de Grecia con Serbia, en busca de Monastir como último enclave antes del frente, que se revela como un auténtico corazón de las tinieblas. Allí el escritor solo aguanta unas pocas horas, tras haber cruzado entre multitudes que huían a pie por los montes nevados, acosados por el hambre, la congelación y los lobos. Gente humilde y analfabeta que nada sabe de “lo de Sarajevo”, ni tiene a Austria por enemigo, ni alimenta sueños paneslavistas. La guerra desnudada se muestra como lo que siempre fue, el trazo más miserable y repugnante de la historia humana. Las páginas postreras que Gaziel escribe con emocionado dolor deberían ser de obligada lectura escolar para que rindieran, además de beneficios literarios, frutos éticos y ciudadanos. Pero el escritor es consciente, a pesar de su juventud, de que la sordera acompañará a este y otros lamentos parecidos, a la espera de los 50 o 100 años que difuminen su espanto: “De todas las escenas rudas, deprimentes o calamitosas que he visto y sufrido, no quedará nada, absolutamente nada, a través de los años. Todo el detalle de la actualidad naufragará en el tiempo”.
(publicado en La Sombra del Ciprés el sábado 8 de marzo de 2014)