Teatro Calderón. El gesto sereno y preciso de Adam Natanek dirigiendo la Orquesta Ciudad de Valladolid. La palabra alada que Agustín García Calvo pone en su particular baraja del rey don Pedro. Más lejana, y sin embargo grabada con impresión imborrable, la voz de Fernando Fernán-Gómez en los versos de Bertolt Brecht, ¿con canciones interpretadas por Massiel? Cuando se enciende en la memoria un rincón que ha permanecido oscuro durante muchos años, la sorpresa puede ser tan grande que se tiñe de inmediato de desconfianza. El apuro de la sospecha me obliga a apartar al admirado Natanek o al añorado Agustín en pos de esos versos de Brecht lanzados en pleno franquismo por el dúo improbable de Massiel y Fernán-Gómez.
Y solo lo creo y pacto para estas líneas cuando, tras empeñada búsqueda, surge de una carpeta el programa de mano: 1 de julio de 1971, dos sesiones, a las 7.45 y 11 noche. “¡Unico día!”, clama la portada sobre una fotografía en blanco y negro de los dos protagonistas, las manos entrelazadas, el rostro serio y concentrado. Qué menos ante ese título solemne: “A los hombres futuros yo, Bertolt Brecht”. Ya, confiado a la memoria, veo otra vez el escenario austero del viejo teatro con su acústica de cristal. Un pianista y un par de banquetas son testigos de la entrada de Fernán-Gómez, cabello largo y pelirrojo sobre su suéter negro: “Verdaderamente, vivo en tiempos sombríos”. Es el primer verso de Bertolt Brecht pero nadie en el atiborrado Calderón piensa en la Alemania nazi que expulsó al escritor. Es 1971, y hay urgencia y necesidad de que alguien nos redima, aunque sea por unas horas, de las estrecheces, de la grisura, cuando no de la ignominia. Sigue la voz cortando el silencio: “¡Qué tiempos estos en que/ hablar sobre los árboles es casi un crimen/ porque supone callar sobre tantas alevosías!”. La noche está encendida, comulgada, ganada con esas palabras de sonido imparable. ¿Se puede olvidar la voz de Fernando?, honda en la palabra comprometida, chispeante en la onomatopeya, irónica cuando recuerda al General que “el hombre tiene un defecto/ puede pensar”.
Y de repente el pianista abandona su papel marginal y lanza una melodía. Está entrando Massiel, traje negro y melena negra, y pone en su boca la ciudad de Mahagonny de la partitura de Kurt Weill. Hace tres años que la cantante ganó el festival de Eurovisión tras ocupar el sitio de Joan Manuel Serrat, vetado por pretender cantar la canción en catalán, y ese triunfo voceado por el Régimen está a punto de enturbiar la noche. Allá por Paraíso alguien ha llevado una flauta con la que toca el estribillo de “La, la, la” en cuanto Massiel abre la boca. Risas, zozobra, y por fin la sed de espectáculo seca esa isla de rencor y deja al piano y a la voz desnudos frente a su arte. Fernando se alterna con Massiel, recitan, cantan, cimbrean el cuerpo, los aplausos ensordecen el final de cada poema, y acaba Fernando Fernán Gómez mirando a lo lejos, prometiendo el futuro, “cuando lleguen los tiempos/ en que el hombre sea amigo del hombre”. Tardaron unos años en llegar esos tiempos, pero esa noche del Calderón quedó custodiada entre sus muros para honra del arte y de los artistas que persiguen estas líneas.
(publicado en La sombra del ciprés, número especial dedicado al 150 aniversario del teatro Calderón de Valladolid. 27 de septiembre de 2014)