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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

El teleobjetivo son sus piernas

A Enrique Meneses le sucedió lo que a tantos fotógrafos engarzados al periodismo: su obra se difundió con la misma rapidez con que fue olvidada y barrida por las novedades de las fechas siguientes. Sucede además que las imágenes que pueblan una noticia, y que a veces son su propia semilla originaria, dejan a su autor tan esquinado que nadie repara en él. Y sin embargo, cuando es posible echar la vista atrás y recorrer una trayectoria profesional como la suya, nos asombra lo que guardamos del autor en recónditos archivos mentales, junto con el lugar indiscutible que le corresponde por la altura de su testimonio. Ese es el balance y el gusto que deja Enrique Meneses en la excelente exposición de Canal Isabel II, con cerca de un centenar de imágenes acompañadas por libros, películas y objetos de su quehacer.

Enrique Meneses nació sin remisión para el periodismo el 28 de agosto de 1947, el día que Islero cogió a Manolete en la plaza de Linares. Cuando la noticia le alcanzó no pudo frenar el ansia de correr hacia ella. Y aunque tenía solo 17 años, y no contaba más vinculación con el periodismo que una lejana adherencia paterna, tomó un taxi y se trasladó al hospital donde agonizaba el torero. Su reportaje encontró finalmente comprador, aunque apenas si le llegó para pagar la mitad de las 400 pesetas invertidas en el taxi. Pero ya nada iba a cambiar su inclinación, su vocación, que no tenía nada que ver con la carrera de Derecho que había iniciado. Lo que hizo ese día iba a gobernar el resto de su vida: estar disponible para ir al encuentro de la noticia, o viajar donde la intuición le indicara que algo se estaba cociendo. Decía al final de sus días: “Un periodista se compone de un 70% de paciencia, un 20% de profesionalidad y un 10% de potra”.

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Su preparación no bebió de ninguna academia: la fraguó en la experiencia, y en la atención a los compañeros. Entre estos destacaba por encima de todos al fotógrafo Shahrokh Hatami, otro intuitivo que atestiguó la entronización del Sha de Persia y años después su derrocamiento por la revolución islámica del Ayatolá Jomeini, y que parecía estar tocado por una suerte de gracia ubicua, la que le llevó a retratar a The Beatles en el Cavern Club de Liverpool, o a Sharon Tate en los días previos a su asesinato. Hatami le transmitiría su olfato más que un discurso técnico que Meneses no necesitaba. Le bastaba con una buena cámara, casi siempre con un objetivo único de 50 milímetros que recogía una mirada similar a la humana, y poco más. Ni flash, ni teleobjetivo, ni grandes angulares. “Su teleobjetivo son sus piernas”, señala el comisario de la exposición, Chema Conesa, que añade: “Utilizaba la cámara como un aparato tan simple como un lápiz, su virtud es su función, fijar la mirada, documentar un hecho. No le interesaba ninguna clave estilística ni estética, la cámara era una extensión de sus ojos, una aseveración documental del instante, y ese instante era un hecho periodístico”. Un instante que privilegia un hecho noticiable, un instante que necesita una evidencia gráfica, bien lejos del “instante decisivo” de Henri Cartier-Bresson, más atento a la convergencia casual de factores. El instante de Meneses es expansivo, el de Cartier-Bresson concentrado en su singularidad.

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Pero si la técnica no le interesaba más que como intermediario eficaz de la captura, viendo su obra es obvio que entre sus preocupaciones centrales estuvo siempre el lugar de observación. En muchas de sus fotografías llama la atención su capacidad para recoger un escenario y unos figurantes que es preciso no fragmentar, pero tampoco diluir en la distancia. Hay una fotografía del presidente Nasser recorriendo las calles de El Cairo subido a un automóvil descubierto entre gente que le vitorea que es un prodigio de síntesis. Dónde se subiría Meneses para captar en leve picado frontal el gesto seductor de Nasser entre el entusiasmo de la multitud, jóvenes que corren tras el coche, policías que quieren contenerlos, brazos en alto de hombres orientales y hombres occidentales, ninguna mujer en las aceras. Una foto para contemplar largamente. Como las de la llegada glamurosa de J.F. Kennedy y su esposa a Viena en plena guerra fría, o la de la pareja de estudiantes negros que acaban de vencer la resistencia de la Universidad de Alabama a matricularlos. Meneses estaba allí, a la distancia adecuada del estallido, colocado milagrosamente para ejercer el encuadre justo, el ángulo adecuado, la captura definitiva.

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Su episodio más difundido, que hubiera bastado para alojarlo en la gloria definitiva si hubiera tenido detrás una agencia como Magnum, fue la serie exclusiva que consiguió de la guerrilla de Fidel Castro en Sierra Maestra. Como suele suceder, a Cuba en 1957 le llevaron otros intereses: una chica (“no me hizo ni puñetero caso”) y el encargo de la revista París Match de fotografiar las obras de un túnel subterráneo que una empresa francesa construía en la bahía de La Habana. Algo había leído en el avión de un grupo insurgente contra Batista, y cuando al llegar a Cuba observó que otros fotógrafos de revistas estadounidenses se movían hacia la sierra, para allá que se fue, pero utilizando la astucia del modesto: facturó su equipo en una caja de güisqui, y buscó para él transportes populares que le apartasen de la vigilancia. Así que mientras sus colegas eran retenidos, Meneses, con la dosis adecuada de paciencia, y un poco de potra, contactó con Vilma Espín (futura mujer de Raúl Castro) y tras unas jornadas agotadoras alcanzó el campamento guerrillero. “Soy Fidel Castro”, le dijo el jefe despertándolo del sueño reparador en que había caído. El Che Guevara puso en una choza el cartel “Club Internacional de Prensa”, y lo alojó allí. Durante más de un mes convivió con ellos, y sus fotos ocuparon portadas en revistas de todo el mundo, lo que casi le bloquea la salida de Cuba, de la que se despidió marcado por algunos porrazos de la policía de Batista.

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Enrique Meneses murió el día de Reyes de 2013. En las últimas décadas del siglo pasado las nuevas técnicas y la supremacía de la televisión le hicieron tomar nuevos rumbos. Participó en programas como ‘A toda plana’, ‘Los reporteros’ o ‘Los Robinsón en África’. Con este último volvió a recorrer el continente africano, como ya había hecho con veintipocos años. Del ostracismo final le sacó el descubrimiento de su obra por las nuevas generaciones de periodistas, que no dejaron de llamarle para exprimir su maestría en cursos y libros. Su último enganche fue el movimiento 15-M, que le llevó a fundar una televisión desde su casa, donde le ataba la enfermedad: Utopía TV fue su nombre, y seguro que desde ella siguió ejerciendo su máxima preferida: “Ser fuerte con los fuertes, débil con los débiles”.

(publicado en La Sombra del Ciprés el sábado 6 de junio de 2015)

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