Seminci
Punto de Encuentro. Sábado 31 de octubre de 2015
Jake Gavin se embarcó en el proyecto de ‘Hector’ tras su trabajo como voluntario en albergues de acogida a vagabundos. Allí puso el oído para enterarse bien de cómo viven, o sobreviven, estas personas. Y abrió también el corazón para dejar entrar los sentimientos que se esconden tras pieles muy curtidas. Se dio cuenta que ese era un gran filón, y no paró hasta reunir en un guion la multitud de detalles que dan credibilidad y empaque a su película, la primera, y sin embargo bien sólida.
Héctor es un vagabundo que todas las navidades se traslada a un refugio de Londres para encontrarse con otros como él. Una costumbre de ave migratoria a la que permanece fiel, aunque tenga que cruzar Inglaterra en auto stop apoyado en una muleta y durmiendo en donde el cuerpo caiga. El rodaje se acomoda a ese viaje por lugares desolados, en pleno invierno, y ahí es donde resalta poderosamente la formación y la experiencia de Jake Gavin como fotógrafo. Los planos estáticos de los arrabales de ciudades y autopistas, los del paisaje aterido de diciembre, enmarcan y tiñen intensamente el trayecto de este vagabundo, comunicando la dureza de su vida y empapando de frío y soledad los ojos del espectador.
El vagabundo es de pocas palabras, tan seco como el paisaje invernal, y su capacidad de contar y transmitir pasa por los gestos de su cara y la hondura de los ojos. La composición actoral de Peter Mulan está a la altura de ese desafío, llena de silencios expresivos. Basta con su mirada sostenida para despreciar la limosna que le extiende su cuñado, o la manera en que extiende las arrugas por su cara para entender el trauma que le llevó al anonimato de las calles. Gran trabajo, como también el del resto de los actores, los buenos actores de la escuela británica. Una película de estas características siempre tiene el peligro de la mirada compasiva, de los sentimientos lacrimosos que en algún lugar esconderán los sintecho. La película lo roza en la figura de la voluntaria que lleva muchos años recibiendo a Hector y sus compañeros en Navidad, también en el reencuentro con el hermano. Pero finalmente prima la verdad áspera de ese hombre que eligió el vacío y las carreteras sin dirección como hogar.
Una comunidad viciada
La película sueca ‘Flocken’ también se ocupa de seres marcados por la violencia y el dolor, aunque en este caso es obligado elevar el prisma de la mirada hacia toda una colectividad. En un pequeño pueblo sueco en el que parece reinar la armonía, una muchacha de catorce años denuncia que ha sido violada por un compañero de clase. Las pesquisas van dando credibilidad a la denuncia, pero el ambiente se enrarece pronto, y los habitantes del pueblo se van acercando a la familia del violador, exigiendo a la de la chica que retire la acusación. Las dinámicas de grupo, o dicho en términos menos técnicos, el gregarismo y el miedo de los cobardes, hace que la presión machista aumente cada vez más y pase a la violencia, resquebrajando la familia de la chica y dejando a esta casi en soledad, abrazada a un árbol del bosque.
La película despoja el conflicto de asideros legales o protección policial, un aislamiento que recuerda el desnudo experimento de Lars Von Trier en ‘Dogville’. Como en esta, el mal que se extiende por el pueblo de ‘Flocken’ es un gas nada noble que todo lo contamina, aunque las causas son más monolíticas y más simples que en Von Trier. La realización de Beata Gardeler insiste en ese ambiente cargado y opresivo, con una luz lechosa y fría que no irradia energía, y con unos paisajes de bosques y lagos que no quieren saber de su belleza. El silencio zumba como un moscardón, y la película va cerrándose sobre sí misma, sin que la culpabilidad del chico alivie al espectador.