De cuando en cuando algunos científicos abandonan el aire cargado de sus laboratorios y la estrechez receptiva de sus revistas especializadas en pos de la brisa fresca del encuentro con el gran público ( y sus agradables cifras de ventas), para lo que no dudan en adelgazar su lenguaje hasta hacerlo digerible a casi cualquier estómago. El éxito puede rozar el best seller como en el caso de Stephen W. Hawking y su ‘Historia del tiempo’, o alcanzar al menos una buena difusión, como es el caso de las “sumas” que cada cierto tiempo propone Roger Penrose, o las incursiones matemáticas de Marcus du Sautoy.
Steven Weinberg es un acreditado físico que recibió el premio Nobel en 1979 por sus aportaciones al Modelo Estándar. Pero también se ha preocupado de dar a conocer los progresos de su disciplina en obras como ‘Los tres primeros minutos del universo’, y por esa labor divulgativa se le otorgó el premio Lewis Thomas. Como él mismo cuenta, la curiosidad le arrastra a veces hacia campos de la ciencia que desconoce, y lo que hace, “como es natural en un profesor universitario”, es presentarse voluntario para impartir un curso sobre el tema. En la Universidad de Texas se ha ocupado en los últimos años de la historia de la física, y de la astronomía, y ahí se encuentra el germen de su libro ‘Explicar el mundo’. Llega en una fluida traducción de Damià Alou (al que no cabe imputarle, creo, la confusión entre números racionales y números “enteros pequeños”).
Estamos ante un libro ambicioso que excava en las raíces de la física, aunque sin abandonar ni olvidar las ramas más altas y desarrolladas del árbol. Su mirada hacia el pasado arranca en la cultura griega clásica, origen según el autor de la ciencia occidental. Y termina en la primera gran síntesis en la que se reconoce y reconoce la ciencia que él practica, formulada por Newton a finales del siglo XVII. No pretende hilar una línea sostenida de descubrimientos (“Soy físico, no historiador”, dice en la primera línea de su obra), sino algo distinto y más ambicioso: “este libro no trata de cómo llegamos a aprender diversas cosas sobre el mundo (…): se trata de cómo aprendimos a aprender lo que es el mundo”. Un camino paralelo al del progreso, un paso al lado de los grandes avances no para anotarlos en sí, sino en lo que suponen de conformación de un pensamiento científico que cuaje una explicación del mundo.
El trabajo de Weinberg ha sido aplaudido y ensalzado por irreverente, por no tener pelos en la lengua para señalar errores científicos o esterilidades metodológicas. La irreverencia puede venir de su desprejuiciado análisis, pero también de su tajante y estrecha declaración inicial: “Soy físico”. Físico imbuido en las estrategias y métodos actuales, y desde esa posición urde su trabajo. En un momento de su obra se equipara con los historiadores que Herbert Butterfield tilda de progresistas: “Juzgan el pasado según su aportación a nuestras actuales prácticas ilustradas”. Tras esa escuela Weinberg estudia cómo la ciencia del pasado, incluso la de los remotos griegos, fue progresando hacia escalones superiores que tenían como cima la revolución científica de los siglos XVI y XVII. Y en ese ascenso vertical, con objetivos decididos y victoriosos, queda poco tiempo para adentrarse y perderse en la horizontalidad de cada escalón, sean griegos, o helenistas, o árabes, o sufridos investigadores de la Edad Media.
Con esta premisa es difícil que el libro cumpla con sus altas expectativas. Donde menos armonía y amistad se observa entra la pluma que redacta y el ámbito que se referencia es en la época griega, donde las categorías de científico y especialista eran desconocidas. Los poéticos fragmentos de los pensadores presocráticos son despachados por Weinberg con un “no tengo ni idea de cómo llegó a esa conclusión”. Y en otras ocasiones ve los tentativos pasos de Aristóteles, Herón o Ptolomeo como el principio medio fracasado que solo la ciencia de casi veinte siglos después culmina con Huygens o Descartes. Todo se mira con esa óptica de físico actual, no hay esfuerzo hermenéutico para adentrase en aquellas mentes y aquellas categorías distintas. Ni siquiera tiene en cuenta el mandato de Gibbon que trae el propio autor: “Explorar con perseverancia la sabiduría oculta que la prudencia de la Antigüedad había disfrazado con la máscara de la insensatez o la fábula.”
Hay que esperar al siglo XVI de Copérnico para que el libro tome altura y empaque, “pues antes de la revolución científica la ciencia estaba impregnada de religión y de lo que llamamos filosofía, y todavía no había resuelto su relación con las matemáticas”. Weinberg se reconoce en el hilo que enlaza a Copérnico con Tycho Brahe, con Kepler, con la arriesgada propuesta de Galileo Galilei, para llegar con pasión a la síntesis de Newton, en el límite de lo que un lector no especializado puede recibir (aunque aparte hay un nutrido apéndice con extensiones).
En el Epílogo se intenta un enlace con la investigación actual, empeñada en la nueva síntesis del Modelo Estándar, todavía incompleta frente a la gravitación y la materia oscura. Y Weinberg despide a su ciencia, su observatorio en este libro, con este desamor tal vez ingrato: “La ciencia moderna es impersonal, no deja espacio a la intervención sobrenatural ni a los valores humanos; no tiene ningún propósito, y tampoco ofrece esperanzas de certeza. ¿Cómo hemos llegado aquí, entonces?”
(publicado en La sombra del ciprés el sábado 14 de noviembre de 2015)