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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

El lejano Oeste según Quentin Tarantino

Quién sabe si el matrimonio de Heinrich von Thyssen con Tita Cervera no vino facilitado por la cercanía de ambos al western. Él, embebido desde pequeño en las novelas de Karl May y en el coleccionismo de piezas sobre el género cuando manejó la fortuna familiar. Ella, próxima a los rodajes vaqueros de dos de sus parejas: Lex Barker en Hollywood, Espartaco Santoni en algún spaghetti western. Así que no es de extrañar que la exposición estrella de estos meses en el museo Thyssen-Bornemisza haya sido ‘La ilusión del Lejano Oeste’, con la baronesa llevando un vestido sioux en la inauguración. En la sala se pueden contemplar materiales sobre los que se fundó el western: pinturas de principios del XIX sobre una naturaleza poderosa y virginal. Dibujos etnográficos de rituales y vestimentas. Fotografías de Gerónimo o Toro Sentado, cercanas al cliché más que al testimonio (Toro Sentado ya era un empleado del circo de Búfalo Bill). Un universo de ilusión, claramente despegado de la historia que habla de desplazamientos y exterminios. El western nacía como cantar de gesta y vínculo comunitario de una confederación de Estados que por su potencia económica dominaba el cine desde sus comienzos.

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La exposición evoca muchas de las películas del periodo clásico en el que se fijó su canon. Un periodo que llega hasta los años sesenta del pasado siglo, con ‘El hombre que mató a Liberty Valance’ como acta de memoria y defunción. ¿Defunción? Más bien cierre de una etapa canónica, que en la película de Ford quedaba encapsulada en su interior como una narración autónoma. El periodista que la recoge para un reportaje la califica en una sentencia célebre de leyenda preferible a la historia. Esta lejanía intemporal de sus hechos, cercana a la mitología, es lo que ha ampliado su libertad y permitido su constante renovación. Lo demuestran la espera impaciente de ‘El renacido’, de Alejandro González Iñárritu, o estrenos recientes como ‘Slow West’, primera obra de John Maclean, rodada en Escocia y Nueva Zelanda, nada menos. O ‘Deuda de honor’, segunda película y segundo western dirigido por el actor Tommy Lee Jones. En todas se cuenta con la pérdida de la inocencia épica que la exposición promueve. Los personajes y situaciones de antaño son de nuevo visitados con una mirada que sabe de la cantidad de huellas previas que el terreno guarda, huellas que hay que respetar y al tiempo enmendar con una dialéctica nada conciliadora entre tradición y extrañeza. A ‘Slow West’ el crítico Carlos Losilla lo calificó de “un western sobre el concepto de western”. Obras con conciencia de sí mismas, de su pasado, de sus juegos y transgresiones.

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De reciclaje y reutilización sabe bastante Quentin Tarantino, ineludible protagonista del western contemporáneo. Ya se presentía la querencia en sus escenas de acción y en otras tan explícitas como la de arranque de ‘Malditos bastardos’, hasta su inmersión definitiva con ‘Django desencadenado’. La piel de spaghetti western con que recubrió este film, un nuevo homenaje a su etapa de espectador sin filtros culturales, facilitó el rechazo previo a sus numerosos detractores. Pero más allá de esa epidermis provocadora, tan cara a Tarantino, la película mostraba una ambiciosa reescritura de la historia del western, casi vaciada de referentes honorables de actores y personajes negros. El centro de la acción lo ocupa un esclavo que rompe sus cadenas, busca traje y montura y dirige sus disparos hacia el racismo que le había torturado, disparos que no siempre son con pólvora: la ridiculización de los miembros del Ku Klux Klan, cegatos y ahogados bajo sus capuchas, estaba pendiente desde ‘El nacimiento de una nación’, en 1915. El plano final culmina esta corrección de la historia, con su héroe negro paseando orgulloso el triunfo y disolviendo su individualidad en una aventura ejemplar.

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Pero Tarantino siempre sorprende. Siempre. Llevaba varias películas con tramas que apuntaban a grandes causas: la lucha de la mujer y el feminismo (‘Death Proof’ sobre todo, pero también ‘Jackie Brown’ y ‘Kill Bill’), el nazismo y su derrota cinéfila (‘Malditos bastardos’), y esta reivindicación de los negros en el Oeste. Lejos quedaban aquellos rufianes de poca monta engullendo un desayuno entre comentarios sobre Madonna en el arranque de ‘Reservoir Dogs’. Tampoco tenían gran cosa en la cabeza los matones de ‘Pulp Fiction’, preocupados por el tamaño de las hamburguesas, la impunidad de los gamberros que rayan los coches o las manchas de sangre en la tapicería. Y en ‘Los odiosos ocho’ vuelve sobre otro grupo de descarriados. De nuevo busca la cimentación en el pasado: el viaje en diligencia como sustento narrativo. La música de Ennio Morricone, lejano ambientador de las películas de Sergio Leone. Y el riesgo apasionado de utilizar celuloide en el formato Ultra Panavisión 70, para el que tuvo que armar lentes especiales y bobinas que albergasen los largos diálogos rodados en 70 mm. Una decisión de amor al cine, a su materialidad, de la que dan buena cuenta los majestuosos exteriores y el entramado de matices del interior de la posada.

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En ‘Los odiosos ocho’ Tarantino retorna a sus personajes primitivos, e incluso da un paso más allá. Los protagonistas, en cuanto se escarba en ellos, muestran una multiplicidad de caras. Cada uno es varios. Mienten, dudan, fomentan sospechas. No hay certezas a las que agarrarse, y ni siquiera prospera la idea elemental de salvar el pellejo a costa de los demás. Como en alguna novela de Agatha Christie que los críticos han rescatado, todos mueren, aunque sin misterio ni causa mayor. Diez negritos, cinco cerditos, ocho odiosos. El marco histórico de la guerra civil que parece estar detrás de dos antiguos combatientes pronto se disuelve en la superchería. Y las referencias ocasionales al asesino de Lincoln, John Wilkes Booth, o a la actriz Lillie Langtry, la que embobaba al juez de la horca en la película de John Huston, no van más allá de apoyaturas chistosas. Hasta una carta autógrafa de Lincoln de la que presume el antiguo combatiente yanqui resulta ser falsa, aunque logra ablandar el corazón de quien la lee y pasa por encima de la mentira. Es lo que reúne a este grupo de facinerosos, el poder de la palabra. Pero no una palabra entroncada en las grandes ideas de Justicia, Bien, Bondad o Sacrificio, inconcebibles para estos individuos preocupados por el precio que han puesto a sus cabezas y atentos a disparar primero que el rival. Es la palabra que corre de boca en boca como arroyo fresco, cantarina, procaz, juguetona, centelleante. La que sale de los ojos como ascuas del mayor Marquis Warren (Samuel L. Jacson). La de aguda melodía en la voz sin dobleces de Mannix (Walton Goggins). La que explora y mezcla lenguas en los ronquidos del mexicano Bob (Demian Bichir). La meliflua y británica de Oswaldo Mobray (Tim Roth). En fin, la sibilina del narrador, capaz de detener el curso de los hechos y retroceder para volver a contarlos desde otra perspectiva. Palabra que también es música, viento, estruendo de disparos, silencio de nieve. Cruce de lenguas, esplendor de diálogos. Tarantino ha desnudado a sus personajes, les ha derramado toda la sangre por la mercería de Minnie y ha dejado a la vista, indestructible, lo que edifica y sustancia su arte.

(publicado en La sombra del ciprés el sábado 30 de enero de 2016)

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