“El melodrama es un estilo cinematográfico que observa las fuerzas sociales que se enfrentan a la vida de la gente, un género en el que vemos a personas relativamente normales sufrir bajo la fuerza de las costumbres sociales a las que no se pueden sobreponer, enfrentar, y que tampoco pueden cambiar”. Son palabras de Ed Lachman, el director de fotografía de ‘Carol’, tarea por la que ojalá se le conceda el Oscar y la gloria toda. La noche de los premios se verá con su protagonista Cate Blanchett, también aspirante al Oscar como mejor actriz. Y con Eddie Redmayne, propuesto para el premio por otro melodrama, ‘La chica danesa’. ¿Una disputa entre ambos por una estatuilla única? Si dependiera del papel interpretado, pudiera ser: en la pantalla dan vida a mujeres, a mujeres en proyecto y en marcha, aspirantes a rescatar su identidad frente a esas sociedades convencionales que no las admiten. Mujeres relativamente normales, como pedía Lachman, al menos desde el filtro actual: una lesbiana y una transexual, marcadas por un matrimonio también relativamente normal, una unión heterosexual. Auténticas bombas de racimo en el tiempo de su ficción, en los Estados Unidos de los cincuenta, o Dinamarca a principios del siglo XX. Tampoco los Oscar, clásicos y normativos, dejarán competir entre sí a Cate Blanchett y a Eddie Redmayne. Cada uno a su escalafón, a su nicho de género y de sexo.
Esa relativa normalidad que Lachman predica para los personajes del melodrama clásico permitía la grieta de un amante, de una paternidad postergada o cualquier otra inclemencia sentimental. Son las tramas que relucen en las películas de Douglas Sirk o David Lean, por citar dos nombres canónicos. Pero el siglo XXI camina sobre terrenos muy transitados, cualquier obra se edifica sobre la conciencia de las anteriores. Cuando Tom Hooper con ‘La chica danesa’ y Todd Haynes con ‘Carol’ se lanzan sobre esas historias de sentimientos y pasiones con mal acomodo social, saben que están pisando el barro con que se fraguaron aquellas obras maestras. Todd Haynes arranca en su obra con un flash back a la manera de ‘Breve encuentro’, y la cierra con la vuelta al principio, a semejanza del film de David Lean. Con conciencia del artificio, a la manera de: manierismo. En el libro sobre Douglas Sirk que escribió Jesús González Requena hace bastantes años, ‘La metáfora del espejo’, se decía del manierismo: “Canoniza las formas clásicas sin creer en las verdades que las animaban. La única identidad que permite es la del discípulo –imitador- perverso: el que pone en escena las Reglas para traicionarlas sigilosa, casi imperceptiblemente”.
El manierista, el traidor. Los conflictos sentimentales que poblaban las obras clásicas del melodrama se expanden en personajes quebrados, en cruces y situaciones inéditas. Todd Haynes ya exploró con libertad el territorio de las lágrimas en ‘Lejos del cielo’ y en la miniserie ‘Mildred Pierce’. Los personajes definidos y claros estallaron definitivamente en su ‘I’m not there’ cuando embutió a Bob Dylan en el cuerpo de seis actores distintos, desde un adolescente negro imitador de Woody Guthrie hasta Cate Blanchett como soporte físico de sus años mercuriales. Un hexaedro irregular frente a la línea unívoca de la personalidad. Einar Wegener en ‘La chica danesa’ no sabe quién es ni dónde puede aplicar y aplacar su necesidad de amar y ser amada/o, exhibe su sexo para luego esconderlo, perturba hasta confundir las estatuillas de los Oscar. Y la pareja de Carol y Therese, llegada del mundo turbulento de Patricia Highsmith, va y viene desde sus relaciones hetero a las fugas arriesgadas a moteles con detectives privados fotografiando sus besos y grabando sus gemidos. Van y vienen, aceptan y se rebelan en un torbellino que las envuelve. “But deep inside my heart/ I know I can’t escape” (”Pero en el fondo de mi corazón/ sé que no puedo escapar”), cantaba Bob Dylan en su polibiografía.
El manierista, el traidor. Insiste Jesús González Requena: “Frente al transparente y equilibrado universo de los clásicos, otro donde la estilización y la sofisticación conducen al artificio”. La pérdida de la inocencia, los zapatos manchados de barro, llevan a las imágenes de estas obras actuales a la desmesura, a un desequilibrio que rompe la naturalidad. La sofisticación y el artificio son sus armas, y sus peligros. En esa trampa sucumbe ‘La chica danesa’, saturada de cromos de atardeceres brumosos, de estaciones de tren con vagones relucientes, de hospitales impolutos y enfermeras de revista. No bastan como alternativa redentora los ojos ladinos de Redmayne ni su amplio espectro de muecas. La película se queda en el envoltorio, un papel albal de brillos aburridos e inanes.
Afortunadamente ‘Carol’ sí que encuentra un trayecto de hondura bajo la densidad de su forma. Es decisivo el trabajo de Ed Lachman en una fotografía de tonos bajos, trabajada en cinta de celuloide de 16 mm, con un granulado visible. Y la contención de sus dos protagonistas. La atracción magnética que se enciende en su primer encuentro está en las rendijas de unas tristes compras navideñas, una mirada que busca, un silencio alargado, las manos que olvidan unos guantes. Y allí donde las lágrimas podían anegar la pantalla y la música tapar los oídos, en el reencuentro final, basta con el acercamiento tenaz de Therese a una Carol que sin abandonar su elegante círculo de amigos estira el cuello y le devuelve desde el brillo de su rostro satisfacción, deseo, amor. Un final que no lo es, que no cura ni cierra a la manera, a la “maniera” de los clásicos.
(publicado en La sombra del ciprés el sábado 28 de febrero de 2016)