Cuántas veces la compra de un libro se decide por lo que los dedos impacientes abren en las primeras páginas. Por esas líneas iniciales, que algunos escritores dicen que son las que más cuestan. O incluso por las citas de otros autores que anticipan senderos y sentidos. La novela de Jaime Priede, ‘Un buzo en el bosque’, se abre con un fragmento irresistible de Roland Barthes: “De mi pasado es mi infancia lo que me fascina: solo ella, al mirarla, no me hace lamentar el tiempo abolido. Pues no es lo irreversible lo que en ella descubro, sino lo irreductible”.
Hacia allí va a caminar la novela, hacia ese reducto inalcanzable del tiempo abolido de la infancia. Su protagonista es un viajero a lomos de una motocicleta, y su destino las raíces lejanas, con las que le es casi imposible establecer un hilo conductor que sea más sólido que los pequeños retazos de recuerdos que el presente disuelve y arrolla. Para vencer las limitaciones del narrador, su atonía de buzo despistado, se cede la palabra a otras voces que llegan desde ese tiempo irreductible: la maestra de sus años de infancia indefensa; los abuelos que urdieron su enamoramiento en la aldea que luego le acogió siendo niño; el ambiente de la casa de veraneo. Voces que se mezclan con la mirada externa e interna del protagonista, que vuelve para no encontrar nada ni recoger otra cosa que una cadena incesante de fotos y películas registradas por su cámara, un registro descontrolado y hueco, tan de nuestros tiempos. El presente de ese viaje deja las vivencias de antaño aisladas, vivas en la prosa pero incapaces de enlazar con el protagonista, un ser heideggeriano, arrojado al mundo, extrañado en él. “La memoria y el olvido tienen el mismo origen, solidifican en ti el movimiento de lo que no existe”, se dice el protagonista.
El movimiento de lo que no existe, ese es el fondo de la novela. Un movimiento entre lo perdido sin remisión y el presente lleno de vacíos, escurridizo entre accidentes sin relevancia y desplazamientos por no-lugares, esa etiqueta tan certera del antropólogo Marc Augé para la geografía contemporánea de autopistas y extrarradios. Los recorridos en moto carecen de anclaje nominal, son tan vagabundos como la cabeza del conductor. “Le gustan cada vez más los lugares que no aparecen en los mapas. Lugares sin atractivo turístico alguno. Sin memoria colectiva. Lugares sin conciencia del nosotros”.
Para ganar ese reto del viaje a ninguna parte respondido desde las voces inalcanzables de la infancia, Jaime Priede cuenta con un aliado decisivo: su prosa, su escritura, un tejido de fragmentos que poco a poco van dibujando un universo complejo y abierto, recorrido por llamadas interiores. Una escritura a la que no puede ser ajena la experiencia poética del autor, tanto en su obra anterior como en su labor de traductor de Edgar Lee Masters, Raymond Carver, o Edgar Allan Poe, entre otros. Con la poesía emparentan sus párrafos cortos, precisos, enviados hacia una cadencia global que los envuelve. Y que reciben nueva vida, la vida de su ritmo interior, cuando la palabra oral se apodera de ellos, como demostró el autor en su reciente lectura en la Fundación Segundo y Santiago Montes. Los párrafos tan depurados y exactos descubrían en la voz pausada de Jaime Priede su escondida fluidez narrativa, la que el lector tiene que ir encontrando y degustando para completar la promesa que se abría en la invocación de Roland Barthes, y, por qué no, también en las líneas que abren este libro tan singular y valioso: “La señorita América sale de su casa enfundada en una caperuza gris de mal vivir, zapatos de monja y unas gafas muy tercas. No te ve.”
(publicado en La sombra del ciprés el sábado 16 de abril de 2016)