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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

Vivos recuerdos

El título de estas memorias españolas, ‘Para matar el recuerdo’, lo explica el autor corriendo, como en tantas ocasiones, tras una idea de Luis Buñuel. Decía el cineasta que cuando quedamos demasiado ligados a un lugar, ya sea por su belleza, o por los hechos que sucedieron en él, hay que buscar la manera de cortar esa evocación que se puede convertir en una “melancolía crónica”. La mejor medicina es el retorno unos años después, para que el presente deshaga con sus novedades y su distancia el embrujo pasado. Jean-Claude Carrière confiesa que el sortilegio solo le ha funcionado algunas veces. Desde luego donde naufraga, en un hermoso y amatorio naufragio, es en sus repetidas vueltas a España, siempre atrapado y seducido por sus sorpresas y encantos. Aquí nos trae los recuerdos de sus pasos, nunca muertos y siempre cálidos, entregados, fértiles.

El hilo conductor de este acercamiento a sus vivencias españolas es la figura agigantada de Luis Buñuel, al que conoció cuando le ofrecieron escribir el guion de ‘Diario de una camarera’, en 1963. “¿Bebe vino?”, le preguntó el director tras estrechar su mano, y con las dos botellas que compartieron en la comida arrancó una amistad edificada sobre la complicidad y el respeto. Se llevaban 31 años. Luis Buñuel le llevó a los escenarios de su juventud, en los que se engarzan los dela Generacióndel 27:la Residenciade Estudiantes, Toledo, las callejuelas, los prostíbulos, las tabernas, así como los ecos de Dalí, Lorca o Alberti. Buñuel era un hombre más de confirmar lugares que de descubrirlos –“¿Y qué hago yo en Nueva Dehli a las tres de la tarde?”, contestó cuando le invitaron a un festival en la capital india-, y Carrière, buen hijo artístico, se deja llevar por su mano hacia esas excursiones en que una y otra vez repetían los mismos bares y calles, las estancias silenciosas en los claustros, los restaurantes conocidos. “Éramos unos malos turistas”.

Del perfil de Buñuel nos llegan rasgos que ya habían sido trazados en obras anteriores, en especial en ‘Mi último suspiro’, sus inolvidables memorias, en las que Carrière había tenido un relevante papel de redacción. Y aunque haya repeticiones, Buñuel, el enigmático Buñuel, es inagotable. Pero además, tras su senda, van entrando en la obra otras personas, o personajes, que Carrière observa con igual curiosidad y sorpresa, pues desde su educación francesa no acaba de entender del todo un país tan repleto de paradojas. José Bergamín es uno de ellos, con su amistad no demasiado divulgada con el cineasta. Un tipo singular este Bergamín, un escritor siempre camino de su desvanecimiento y que en sus últimos años de vida (los de mayor violencia etarra) apoyó la independencia del País Vasco (él era de Málaga), y dejó todo dispuesto para ser enterrado allí. También comparece Paco Rabal, cómo no, un seductor más carnal que Bergamín. El elegante Fernando Rey, muy entroncado en las últimas películas de Buñuel. Y un joven Carlos Saura, por aquel entonces casado con “la hija del Gordo y el Flaco”, como le dijo una mujer por la calle.

En la parte final del libro los recuerdos se separan del padre cineasta y vuelan con feliz autonomía. Interesan sobremanera los que rodean el nacimiento de ‘La controversia de Valladolid’, que Carrière presentó enla Semincien 1992 y que después, transformada en obra teatral, volvió a su lugar de origen, al claustro de San Gregorio, con la coincidencia – el libro abunda en ellas, evocando los cruces del surrealismo- de que la instalación eléctrica se averió en plena representación, y los actores tuvieron que acabar la obra alumbrándose con cirios, muy cerca del ambiente original de 1551.

Un libro, en fin, repleto de amor. De pasión que no se agota, de curiosidad reflejada en interrogantes continuos que no logran respuestas definitivas, de cerco a nuestro país, a sus costumbres, a su lenguaje –“¿qué significa cursi?”, se pregunta una y otra vez-, a sus artistas, a su gente. Un país del que, a imitación buñuelesca, se despide con solemnidad cada vez que lo abandona, por si es la última vez que lo pisa.

(publicado en “La sombra del ciprés” el 21 de enero de 2012)

 

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