Henri de Régnier fue un escritor francés que publicó cuentos, poemas, novelas y artículos en la franja que cruza del siglo XIX al XX. Acumuló lectores y méritos, fue elegido miembro dela Académiefrançaise, aprovechó la vida que tuvo entre 1864 y 1936 hasta que el efecto difuminador del tiempo le encerró, como a tantos otros, como a casi todos, en las bibliotecas del pasado. Fue. ¿Fue? Algo especial penetró y dejo en su obra, un resorte resistente al olvido, una presencia que devolvería la vida a sus páginas en cuanto unos ojos se ocuparan de sus palabras: Venecia.
En ‘La altana’, editada primorosamente por Cabaret Voltaire hace un par de meses, Henri de Régnier confiesa en sus primeras páginas que escribir sobre Venecia coloca al escritor bien cerca del riesgo, y tal vez también del ridículo. La colección abundantísima de plumas ilustres que le han precedido (y los que le seguirán en los cien años siguientes a su empeño, y en los cien que irán después de esta edición…) hace que su aportación pueda pasar completamente desapercibida, cuando no amenazada o hundida por comparaciones inevitables. Nada de ello frena al autor, porque lo que él quiere ofrecer bajo un impulso irresistible que también salpicará el resto de sus obras, es algo que solo él atesora: su “vida veneciana”, con la que precisamente subtitula ‘La altana’: “El recuerdo tiene sus caprichos, y me someteré a sus fantasías. Las dejaré unirse, entrelazarse, separarse, encontrarse con el ejemplo de los canales de la ciudad inextricable. No escribo una historia, ni una novela, ni una guía”.
¿Qué escribe, pues, Régnier? Una biografía. Una biografía veneciana, la del autor envuelto en la ciudad, penetrado por ella y sumergido en ella en sus visitas espaciadas y regulares en las que permanece buenas temporadas, un mes, dos, sin ningún objetivo ni suceso importante más que el de estar, el de hacerse con el devenir de los días, el de recibir. Una biografía cuyo centro es el cruce de la ciudad con el anhelo abierto del escritor.
La obra comienza con el alumbramiento de la relación, la llegada despistada del autor en una noche otoñal de1899 ala estación de tren, su traslado silencioso en una góndola al palacio Dario y el desvelamiento en la noche, que le hace vagar por el palacio hasta que unos peldaños que conducen a la parte alta le franquean la salida a la altana, una pequeña terraza de madera sobre el tejado que todavía conservan muchas casas en Venecia. Allí recoge, como un ser que se abre a la vida, el silencio de la noche, el murmullo del agua, la penetración de los olores, “la respiración de la hechicera dormida y el vivo suspiro de su belleza”. Algo acaba de posarse sobre el escritor en esa terraza privilegiada, una segunda piel en la que vivirá una existencia paralela, fuente de gran literatura.
En los sucesivos capítulos, cuidadosamente fechados, esa pasión inicial va tomando el ritmo de un cuerpo en desarrollo. Llegan las primeras revelaciones, como el sello de una infancia que marca la sensibilidad virgen. Luego la gripe juvenil, que postra al escritor durante largos días en una alta estancia palaciega, en la que atrapa la luz cambiante de los horas, el silencio, las voces de los vendedores – “¡La bell’uva, la bell’uva”!-, hasta la nueva conquista de la calle que le espera fielmente. Irrumpen después, en viajes que se suceden año tras año, casi siempre en su querido otoño de la ciudad barrida de turistas, las francachelas de la juventud, las tertulias en el café Florian “debajo del Chino”, las exploraciones gozosas de palacios y anticuarios, e incluso la breve fundación de un domicilio propio: con otros compañeros de vida y fervor veneciano se instala en el palacio Vendramin ai Carmini (no confundir con el suntuoso Vendramin del Gran Canal, advierte Régnier), que alquilan en estado casi ruinoso y en el que la prosa admirable del escritor va vistiendo con sus ropajes históricos y decorativos, con sus fantasmas, con las humedades y tinieblas que casi devoran a los efímeros moradores. También hay tiempo más reposado para ir estrechando lazos con los venecianos ilustres, Canaletto, Longhi, Guardi, Tintoretto, Tiepolo. Llega por fin la madurez, y con ella las enojosas obligaciones que torpedean las pasiones, y hace que el escritor se aleje durante once años de sus otoños enla Laguna, sin dejar de añorarlos, recordándolos en el jardín de Versalles que se llama precisamente ‘La pequeña Venecia’, también en la colección de objetos que pueblan su casa de París.
Por fin, en 1924, emprende Régnier la última etapa del camino, una vuelta lenta y temerosa, con miedo a sentir “que nosotros ya no somos lo que fuimos”, un nosotros que se extiende desde él y sus camaradas a su amada ciudad, golpeada por la guerra, tal vez vieja y huraña. Cuando el tren se lanza por el estrecho puente dela Laguna, percibe desde el vagón “ese olor que ya no se olvida, ese olor en el que revive para mí todo un pasado, ese olor a la vez herboso, pantanoso y marino, el olor dela Laguna, el olor de Venecia”. Y allí deja una última y emocionada estancia, repetida y a la vez distinta, cargada de recuerdos y sin embargo necesitada de tiempo en marcha para saborear los días que ya, definitivamente, van a tener la cortedad y la incertidumbre de la senectud, pero también su serenidad y su sabiduría, obligado a “fijar, como dentro de un espejo, los reflejos de ese pasado cuyas imágenes vivas sobreviven a la ceniza de los años muertos”.
Quien ha tenido la fortuna de pasar en Venecia algo más que una breve visita turística, sabe de la capacidad de absorción que ejerce sobre el visitante. Venecia no deja sitio nada más que a sí mismo y ala Lagunaque la rodea, formando un cosmos autosuficiente e inagotable marcado por el exceso de arte e historia que roza la hipertrofia. Régnier fue, es, testigo sembrado de esa manera de vivir y de estar en un tiempo de cien años atrás que, excluyendo las cifras apabullantes del turismo, permanece casi intocado en la geografía y en la atmósfera veneciana. Con ello teje ‘La altana’, y también la otra obra editada hace dos años por Cabaret Voltaire con la misma finura y exigencia que esta –y el mismo traductor especializado, Juan José Delgado Gelabert-. En ‘Venecia’ reúne una colección exquisita de relatos en los que se da forma ficcional a las vivencias de la biografía, más una pequeña colección de pasajes, dejando un cruce de resonancias y alusiones muy jugoso que hace que estas dos obras no se pierdan en la maraña de las dedicadas a la ciudad, y escalen muy justamente los primeros lugares de la lista.
(publicado en “La sombra del ciprés” el 11 de febrero de 2012)