La película libanesa ‘Tramontane’, de Vatche Boulghourjian, aborda un problema bastante común en las familias que han adoptado un niño: cuando este llega a la adolescencia siente la necesidad de indagar más en sus orígenes biológicos, en sus raíces. La particularidad que plantea esta película reside en que el niño adoptado descubre que lo es cuando ya tiene 24 años, en el momento en que necesita un pasaporte para viajar al extranjero. Sus documentos han sido falsificados y no aparece inscrito en ningún registro oficial.
La vuelta atrás del protagonista, la necesidad de escarbar en el pasado, cuenta con un marco especial: Líbano, su pasado turbulento de guerras civiles y ejércitos sin ley. La búsqueda lleva al joven de aldea en aldea, unas personas conducen a otras, y por la pantalla desfilan tipos singulares que rememoran con dificultad y horror la guerra que lo confunde y ensucia todo. Los datos no casan, el joven no avanza en su investigación, y quien le puede dar la palabra definitiva, un tío suyo, solo le presta su antiguo poder de señor de la guerra para solucionar sus problemas legales.
La otra elección especial de la película es la ceguera de su protagonista, una ceguera no simulada por el actor. Rodar con un actor ciego determina no pocos cambios en la planificación, en los juegos de miradas en los que se basan tantos parámetros fílmicos. Sorprenden las escenas rodadas en la oscuridad en la que se desenvuelve habitualmente el protagonista. La noche lo es solo para los demás, también para el espectador. La voz es su principal instrumento de manifestación, una voz que exige, pregunta, interroga, quiere saber, y se encuentra con un muro que no logra saltar. Una voz que también canta con hondura la música libanesa, y a esa faceta musical envía su lamento en la larga canción final.
Sugerente película, bañada de luz mediterránea y cultura oriental, de hospitalidad árabe que abre su casa al desconocido y le ofrece té y reposo, de suavidad de higueras y aromas salinos.
Encierro fabril
El buen nivel de Punto de Encuentro en esta Seminci, con algunos picos de calidad muy altos, se tambalea un tanto con la película mexicana ‘Maquinaria Panamericana’, del debutante en el largo Joaquín del Paso. Un guion suyo y de la británica Lucy Pawlak nos introduce en una empresa de maquinaria para la construcción desde la primera hasta la última imagen. Una empresa nada eficiente, en la que los obreros se entretienen con cualquier cosa y el jefe cuenta chistes, mientras el propietario enferma silenciosamente en su despacho y muere. A partir de ahí el poco orden laboral que había se subvierte completamente, y el grupo de trabajadores entra en un delirio en defensa de sus puestos de trabajo que les hace pertrecharse en la empresa hasta que encuentren alguna solución, dinero, papeles comprometedores, o sencillamente solidaridad. Al barroquismo de una empresa en descomposición que satura de objetos cada plano, se une la actitud colectiva de poner todo patas arriba a la espera de algo que solo puede llegar de ellos mismos.
¿Metáfora de un capitalismo cruel que enloquece a sus trabajadores? ¿Juego dramático que fuerza a los ocupantes de la fábrica más allá de cualquier racionalidad? Un fondo surrealista planea sobre los desatinos del grupo, dejando guiños a otro encierro célebre, el firmado por Buñuel en ‘El ángel exterminador’. Pero la película de Del Paso carece de su fuerza subterránea. Y tampoco es capaz de trenzar una atmósfera que supere la reivindicación laboral, agotada en pocos minutos y sustituida por chispazos de locura que saltan aquí y allá sin vertebrar la desmayada narración.
(de Punto de Encuentro)