Hay obras que nacen, tal vez sin saberlo, como testimonios reconocibles y profundos de la sociedad en que se gestaron, de la que acaban siendo un espejo indirecto, tal vez más fiable que el frontal y analítico. Cuando Robert Louis Stevenson escribió ‘El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde’ no sospechaba que un siglo después iba a ser leída como reflejo exacto de la esquizofrenia victoriana, que por debajo de su respetabilidad absoluta escondía en los cuartos traseros todo tipo de transgresiones de la moral oficial. Tampoco importa mucho si Fritz Lang sabía de las lecturas premonitorias del nazismo que se encontraban en su saga sobre el doctor Mabuse, o si Dorothea Lange tuvo conciencia en el momento de disparar su máquina ante la madre sobre la que se acurrucan sus hijos de que estaba edificando el icono por excelencia dela GranDepresión.Por encima de todas estas obras pasó el tiempo, y en vez de difuminar sus contornos, los fijó con más fuerza y los asentó sobre una colectividad y una época.
De esta sociedad que nos ha tocado vivir se dice cada vez con más insistencia que es el último eslabón de una época, que estamos ante un modelo que se agota sin que sepamos vislumbrar alternativas que de cualquier forma la necesidad gestará e impondrá. En las fronteras de la posmodernidad y el poscapitalismo, en la ya larga decadencia de una estructura económica que periódicamente presenta crisis cardiacas hasta que la última la destruya, ciertas obras van reflejando las grietas profundas de la sociedad que las alberga, mostrando los efectos que su ideología sustentadora puede provocar, esa ideología que organiza a sus miembros verticalmente en busca del triunfo a través de su mejor botín, el dinero. En esta escala de valores el camino hacia la cumbre supone cada vez más el sacrificio de parcelas personales: el amor, la familia, la amistad, la tierra, el cultivo íntimo. En la otra cara, la inseguridad y la fragilidad de las convicciones engendran miedo al diferente, al otro, y explota en patologías con crímenes horrorosos como el que aterrorizó a Noruega este verano, que en estos días ha vuelto a la actualidad con los gestos enloquecidos de su autor frente al jurado y las víctimas.
Lleva tiempo el cine haciendo hueco a estos discursos sobre el hombre dual contemporáneo, el que busca o encarna el triunfo pero que paga su esfuerzo con soledad y extrañamiento que linda con la locura. Hay obras que encuentran el cauce en raíces antiguas, profundas e irrenunciables, casi atemporales, como es el caso, para entendernos, de David Lynch –‘Cabeza borradora’, ‘Carretera perdida’, ‘Mulholland Drive’- o de los mejores Von Trier, o las primeras obras de Atom Egoyan, más antropológicas que sociales. Otros, como Gus Van Sant en su trilogía sobre la adolescencia –‘Elephant’, ‘Paranoid Park’ y ‘Last Days’- han sabido reflejar indirectamente el desconcierto que trae la ausencia de guías rectoras en los años de formación, con esos jóvenes protagonistas incapaces de valorar sus actos.
Pero tal vez habría que retroceder al comienzo de los noventa para encontrar dos narraciones que acertaron en la configuración testimonial de sus personajes centrales, y se postularon como germinadoras de muchas otras obras. Si queremos atrapar un auténtico hito del malestar de nuestros días convendría volver la vista hacia ‘El silencio de los corderos’, de Jonathan Demme, un producto fundacional constantemente revisado en televisión (hace pocos días la emitió la primera cadena en hora punta). En ella el único ser capaz de dar con las claves para combatir a un asesino en serie que desolla a sus víctimas es Hannibal Lecter, un héroe salvífico que tras su inteligencia y su delicada pasión por Florencia yla VariacionesGoldbergesconde las fauces de un caníbal que la película exhibe sin pudor. De su repercusión sale una cadena atroz de cuerpos mutilados y mentes pervertidas pero excelsas, muy explotada comercialmente, que brilla especialmente en la desquiciada ‘Seven’ de un David Fincher que luego se ha serenado en obras notables; con otro balance artístico también alcanza al Michel Haneke más intolerable, el de su doble (inexplicable reiteración) ‘Funny Games’.
La otra obra contemporánea de la de Demme, en esta anotación de la patología que puede esconder el triunfo del vacío, es ‘American Psycho’, la novela que Bret Easton Ellis escribió a los veintiocho años, en la que retrata a Patrick Bateman, un broker neoyorquino que reduce su universo a la marca de los objetos que le rodean, o que le visten o alimentan. Todo son nombres, etiquetas y prestigio social, competencia de estilo ceñida a la superficie, mientras en el interior el agujero inmenso se va llenando de todas las negruras imaginables del sexo y la mutilación, que invaden y perturban el relato hasta confundirlo con un delirio. Un caso extremo y repulsivo que sin embargo en su epidermis es perfectamente reconocible.
Yendo a la actualidad, hace poco ha cerrado su ciclo en la gran pantalla una obra que enlaza perfectamente con las anteriores: ‘Shame’, segunda película del británico Steve McQueen tras ‘Hunger’, inédita en nuestro país. Como Patrick Bateman, su protagonista Brandon vive solo en el centro de Manhattan, en un moderno apartamento poblado de objetos exquisitos con unas grandes vistas tras los cristales (la música que distingue su intimidad también es las Variaciones Goldberg). Es apolíneo, sabe imponerse con suavidad a un camarero atolondrado o guardar las distancias en una juerga con los compañeros de oficina. Su cuerpo pulido, su rostro estudiado, sus ropas bien cortadas son su mejor presentación, y su único resumen. Pero de nuevo ese exterior brillante, ejemplar en cuanto que marca el horizonte de los miembros de una sociedad, arrastra la cruz del sacrificio de cualquier parcela íntima y de toda ligazón al pasado. El presente perpetuo en pos del ascenso deja otra vez un vacío interior que solo puede ser ocupado por la pulsión y el deseo ciego. Brandon únicamente es capaz de acercarse al otro a través del sexo, del sexo estricto y repetido: prostitutas, canales de Internet, y también la masturbación obsesiva en forma de autonegación. No hay lugar para ninguna ternura, ni piedad, ni por supuesto amor o amistad. Todo ha sucumbido bajo su disciplina laboral, en pos de un mundo modelado por la publicidad y aparentemente envidiable.
Este es el ser que construye ‘Shame’, y el tiempo dirá si esta anécdota particular se convierte en una captura excepcional y al tiempo ejemplar. Cuenta con una puesta en escena a la altura de lo representado: planos estáticos llenos de tensión, asombrosamente largos; travellings virtuosos que obligan al espectador a unirse a Brandon en sus carreras por la ciudad; y una interpretación de Michael Fassbender soberbia, entregada. Película intensa, importante si estas líneas aciertan en su adjudicación de testigo de su tiempo, de muestra de una enfermedad social que resquebraja a sus más exitosos miembros. Con ella se puede salvar la advertencia de una estrofa de Talking Heads que ‘American Psycho’ anotaba en su encabezamiento: “Y mientras las cosas se caían a pedazos / nadie prestaba mucha atención”.
(publicado en La sombra del Ciprés, 21-4-2012)