En 1962 Arthur C. Clarke afirmaba: “Cualquier tecnología suficientemente avanzada es indiscernible de la magia”. Poco después escribió ‘2001, una odisea del espacio’, al tiempo que trabajaba con Stanley Kubrick en un guion paralelo que por fin se estrenó en 1968. La magia, la fuga de lo racional, las grietas de lo explicable. A esa misma palabra, magia, se agarraría Isaac Newton si, redivivo, se encontrara en sus manos un móvil, según razonaba en El País Ramón López de Mántaras, director de Inteligencia Artificial en el CSIC. La magia trae lo ingobernable, y como consecuencia, el miedo a lo desconocido. La rutina labra la costumbre y la aceptación de las nuevas técnicas. Pero nunca entierra la sospecha de la autonomía de lo creado, de que el artefacto sea más inteligente que sus constructores, hasta desbancarnos y derrotarnos. El miedo, bien se sabe, es más poderoso que las amenazas que lo originan.
Sobre esa capacidad inteligente de las máquinas los expertos se manifiestan con claridad: “La tecnología solo parece inteligente y humana cuando su uso es infrecuente”, afirma Lorena Jaume-Palasí, directora ejecutiva de Algorithm Watch en otro reportaje de El País. Esa inteligencia artificial autónoma queda ahora casi tan lejos como cuando la pensaron Kubrick y Clarke hace cincuenta años: “La inteligencia artificial y sus métodos de análisis estadísticos no encierran en sí una voluntad propia. La inteligencia artificial no es inteligente”, sentencia esta investigadora. Los únicos peligros reales, dice, vienen de su uso humano: vigilancia de la ciudadanía, corrupción de la privacidad, liquidación de puestos de trabajo…
Y, sin embargo, el miedo no se apaga. La película de Stanley Kubrick está atravesada por el misterio de la inteligencia, por ese monolito que viaja por la historia de la humanidad, desde el empujón que da al mono para transformarse en homo sapiens hasta reaparecer como enigma en la superficie lunar. Pero la inquietud absoluta se aloja en la parte central de la película: el viaje a Júpiter de una nave con cinco tripulantes humanos –tres de ellos hibernados- y un ordenador, HAL 9000. Es llamativo que el impacto que ese ente informático produjo en 1968 se renueve en cada revisión de la película. Como entonces, seguimos demasiado lejos de fabricar a HAL, pero el horizonte de temores no ha cambiado. El hombre, alojado en el centro de la creación divina desde el Génesis, y periódicamente renovado en el trono por Renacimientos e Ilustraciones, vive su reinado bajo el temor republicano del desplazamiento, de la competencia de nuevos seres que él mismo fabrica. Es la dialéctica del creador, tentada por la literatura desde Frankenstein y en el cine desde ‘El Golem’ y ‘Metrópolis’ hasta ‘Robocop’ y ‘Terminator’, más los inexcusables replicantes de ‘Blade Runner’.
De la sapiencia práctica de HAL da fe su capacidad imprescindible de gobierno de la nave (otros detalles, como su imbatibilidad en ajedrez, quedan como tiernas antiguallas; de las pocas que hay en una obra profética). Pero lo que de verdad inquieta no es su supremacía técnica, sino los rasgos específicamente humanos que se perciben en sus manifestaciones: tiene dudas, sospecha de otros tripulantes, deja rastros de envidia, de celos. Y, encendida la mecha de la disputa en el espacio cerrado de la nave, se ciñe a un tema clásico: el poder. Como en un drama de Shakespeare, unos intentan quitar de en medio a los otros por la vía del asesinato. HAL se carga a uno de los tripulantes, falla con el otro, y este emprende la destrucción vengativa de la máquina. Destruir, ¿o matar? En su aspecto externo HAL no recuerda a un ser humano, salvo en su ojo visible y vidente. Un ojo de cíclope al que Kubrick concede planos de mirada subjetiva, que todo lo ve y entiende, hasta el movimiento de los labios de los astronautas cuando se aíslan de él. Un ojo de globo rojizo y retina amarilla, que por su curvatura convexa es capaz de absorber todo el espacio; recuerda el espejo totalizante que trazó la mano de M. C. Escher (el espacio desorientado y sin gravedad de la nave también se acerca a los laberintos del artista holandés). La otra señal externa de la vida inaccesible de la máquina es su voz: una voz sin énfasis, fría y a la vez preñada de impulsos emocionales. Kubrick buscó con empeño al actor adecuado, Douglas Rain (en el doblaje al castellano se mantuvo el acierto, incluso por encima del original, con la dicción grave y profunda de Enrique Peña, dirigida por José María Angelat. Dos nombres de la transparente tarea del doblaje para los que cabe un justo homenaje). Pero lo que más nos emparenta con HAL, aquello que le asciende a la muerte por encima de la destrucción, es la biografía que le respalda y asienta. Cuando nota que su existencia se acaba HAL recuerda sus primeros años, a la manera de los ancianos: “Me pusieron en funcionamiento en Illinois el 12 de enero de 1992”. Clarke le había dado como año de nacimiento 1996 (unos razonables cinco años de duración para la obsolescencia programada de hoy), pero Kubrick le añade otros cuatro. Nueve en total de vida, suficientes para recordar en la distancia a su hermano gemelo, a su primer instructor, el señor Langly, y la canción que le cantaba en lo que podría ser su infancia: ‘Daisy, Daisy”. HAL tiene memoria estratificada por el tiempo y la experiencia. “Sé que no me he portado demasiado bien”, musita. Es un “ente consciente”, como él mismo se califica. Y ese autoanálisis no es la suma estadística que maneja la base de la Inteligencia Artificial, sino otra cualidad que le pone en el horizonte vital y existencialista de ser-para-la-muerte. Kubrick tuvo además la suerte de que sus aciertos proféticos no incluyeran la microelectrónica. El cerebro computerizado de HAL tiene el tamaño de una habitación, por lo que el ataque que sufren sus módulos le lleva a un lento final. Una agonía de la que es consciente, una agonía humana. Y un estremecimiento profundo para el espectador de 1968, y para el de 2018. Todos comparten, compartimos, el desembarco ficcional en el horizonte temido y por fin alcanzado de la rebelión de las máquinas. Es el viejo miedo del creador preso en su contradicción dialéctica, que le arrastra a la destrucción de su orgullosa excepcionalidad.
(publicado en La sombra del ciprés el sábado 21 de abril de 2018)