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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

La fidelidad al territorio

Punto de Encuentro – Seminci 2018

Docudrama, autoficción, higiene terapeútica, información y prevención… Todo eso puede ser ‘Ara’, de Pere Solés, centrada en el problema de la anorexia. ¿Y por qué no un documental, sin más? La barrera está en las intervenciones actorales sobre escenas escritas en el guion, y no en una simple cámara testigo. La ficción inventa, el documental captura. Claro que las actrices son las propias pacientes de la enfermedad, también los médicos se interpretan a sí mismos, en busca de autenticidad, de verdad. Quiénes mejor que ellas van a relatar sus sufrimientos, sus debilidades. Quiénes las van a encarnar con más hondura y conocimiento.
Pero la fidelidad a la experiencia también tiene un riesgo, y un precio: la invención flaquea, la imaginación se frena. Si se pretende solo reflejar el largo proceso de tratamiento de una adolescente anoréxica con los propios pacientes y sus médicos, el resultado se puede parecer demasiado a la realidad, esa realidad que es una acumulación de situaciones clínicas que no captan al observador neutral, al mirón cinematográfico. En ‘Ara’ todo el cuidado se ha puesto en la verosimilitud de lo que sucede ante la cámara, olvidando la estructura dramática que tiene que empujar esas situaciones. La película encadena terapias de grupo con confesiones frontales a la cámara que se encierran sobre sí mismo, que no cogen aire narrativo. Y que, para resaltar ese carácter clínico sin espectáculo, se escenifican en interiores de luz chata y aburrida, con puntos de vista alternativos en la vieja escuela de la terapia de grupo.
Tal vez el problema sea bien sencillo: no es este festival, en la sección Punto de Encuentro, el lugar adecuado para la exhibición de ‘Ara’. Sus valores testimoniales, informativos y educativos rendirán mejor en otros escenarios más adecuados.
En ese juego entre la imaginación y el documento se mueve también ‘Volcano’, pero sin ninguna aspiración terapéutica ni testimonial. ¿O tal vez sí? Su territorio es real, una franja crítica al sur de Ucrania y al norte de Crimea, y con cronología actual, marcada por Putin en flashes televisivos, El director Roman Bondarchuk la descubrió al visitar unos familiares de su mujer. Por ella se mueve una misión oficial de la OSCE, una organización mediadora europea. Pero pronto ese hilo de burocracia oficial embarranca. El conductor del coche tiene que buscar ayuda, se despista de los componentes de la misión, y se queda solo en una llanura inmensa anegada parcialmente por un pantano en el que no parece haber Estado, ni ley, ni razón. Encuentra refugio en una familia bastante peculiar, le encierran en un hoyo como los de cazar leones en la selva africana, le parten la cara unas cuantas veces sin que se sepa por qué. “Ni ellos saben la razón de sus actos”, le dice su protector. Vaga sin encontrar salida, acosado por muchachas que le desean y víctima de alucinaciones que, coincidencia mágica, también sufre su protector. “Son espejismos”, le explica este.
volcano
Las dificultades de habitabilidad del territorio las padece tanto el protagonista como el espectador. Ambos, atrapados en una misma perplejidad, tienen que ir habitando ese universo, servido en planos largos y estáticos en formato panorámico. Una aventura exigente que fue dejando la platea demediada, pero que también cerró un saldo de aplausos y entusiamo de los que aceptaron pasar un par de horas en el páramo vacío, o mejor, deshabitado. Al hilo de estas palabras de actualidad, una propuesta: incluir ‘Volcano’ como visión obligatoria para las abundantes comisiones que trabajan sobre la despoblación.

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