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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

Bertolucci, antes de la revolución

Es difícil poner en marcha el recuerdo de las películas de Bertolucci, sobre todo las de su primera etapa. Y no solo por la lejanía, pues otras del mismo tiempo quedaron mejor ancladas en la memoria. No, lo que sucede, o sucedió, es que su cine tuvo una relevancia extracinematográfica que hizo palidecer otros méritos o deméritos. Vivió y entró en nuestra cabeza bajo un pacto secreto y mudo: sus películas traerían la lectura política e ideológica de nuestra sociedad, estarían en la vanguardia del cambio inminente, darían volumen revolucionario a la profundidad artística. No cabe preguntarse por los avatares narrativos de ‘Prima della rivoluzione’, ‘El conformista’ o ‘La estrategia de la araña’, sus grandes títulos de los sesenta y principios de los setenta. La estructura cíclica entre el plano inicial y el final de esta última, o el ambiente provinciano y asfixiante de ‘Prima della rivoluzione’ son jirones que importan poco frente a la conciencia plena de espectador de haber compartido en los años juveniles el cine político que no se ahogaba en recetas maniqueas, que buscaba lecturas profundas de una sociedad obligada a cambios definitivos. Antes de la revolución, siempre es antes de la revolución, se decía en su película con una pertinencia que no ha dejado de aumentar con la perspectiva histórica. La conjugación de otros tiempos gramaticales con la palabra revolución solo trae el pesimismo de la actualidad. Pero la década de los sesenta mantenía y ejercía un viento de avance sobre las miradas hacia las promesas del horizonte. Y Bertolucci las encarnaba y redondeaba con potencia artística. ¿O fue una trampa ciega de nuestra juventud de espectadores? Es imposible indagarlo ahora, cincuenta años después, en circunstancias tan distintas. Y tal vez sea inútil volver sobre ese cine, sacarlo de su tiempo. Nuestra mirada madura no lo podría leer, no sabría.
Pero la grandeza de Bertolucci no se construye solo con ese fulgor inaccesible que medió entre su juventud y la nuestra. Cuando las esperanzas se agrietaron sin remedio, su cine fue testigo y eco de esa desazón colectiva. Su biografía artística siguió siendo la nuestra. La enloquecida ‘Partner’ pudo ser una señal anticipada de fango interior, de repliegue hacia las tormentas de la personalidad. Franqueada la raya cegadora de la juventud, Bertolucci inauguró el momento de mirar en el espejo y ver, de trasladar la averiguación hacia uno mismo. De tratar sobre las fronteras individuales del sexo, del amor, de la soledad, también de un metacine que las envolviera: ‘El último tango en París’. Si su cine de los sesenta está definitivamente encerrado en su década, este tango libérrimo y triste no ha dejado de salpicar todos los años postreros. Envejeciendo con dificultades, tirando escombros a las aceras, a punto de ser declarado en ruinas. Maldiciendo cada vez que Jean-Pierre Léaud se empeñaba en ser el director de la peliculita en rodaje. Pero estremeciéndote cuando Marlon Brando exhibía su derrota de macho en la carrera final, antes de que pegara el chicle debajo de la barandilla y se escurriera por el desagüe.
Y todavía quedaba un estruendo final antes del final: ‘Novecento’. Otra vez el cine político de los comienzos, atado ahora a una estrategia electoral, impulsado en directo por el eurocomunismo de Enrico Berlinguer, todavía capaz de soplar sobre las ascuas casi apagadas del proyecto marxista. Y sin embargo lo que queda de esta monumental (por su ambición y longitud, más que por sus logros) obra está en los márgenes de su discurso. Sobre todo en esa primera media hora de raíz pictórica, en esa descripción de la hacienda agrícola que se hermana con la de ‘El árbol de los zuecos’, en esos abuelos que se olvidan de la lucha de clases por la llegada de un nieto, en esa romería al lado del río. Bertolucci se despide de la dialéctica de la historia dando vuelo humano a sus protagonistas, devolviéndoles la vida privada, el nacimiento, el llanto, la risa, la muerte.
¿Y después? No hay después que suceda al antes de la revolución, no hay zancada que salte sobre el curso previsto de la historia. Bertolucci se hace a un lado, busca los senderos secundarios, se despista, se esconde, deja de ser él. Explora los límites del tabú del incesto en La luna, mezclado con los brillos de la fama. Y pronto su olfato cinematográfico se pone al servicio del cine internacional, del negocio de las grandes productoras con el exotismo de ‘El último emperador’ y ‘El pequeño Buda’, o el crucero por el desierto de ‘El cielo protector’. Incluso organiza un bus turístico por los restos del cine de su generación con Los soñadores. Restos, ruinas, homenajes según otra terminología. Volver sobre lo que ya no está, exhibir los libros de Roland Barthes, buscar la playa que seguirá bajo los adoquines, correr con Godard por el museo del Louvre, discutir otra vez sobre Chaplin/Keaton, sentenciar el amor por Rossellini. Preguntar a Eva Green por el fulgor de su cuerpo, por el imán de su juventud, tratar de recordarse en esas vidas sin cicatrices… Su amigo y colaborador de juventud, Pier Paolo Pasolini, escribió unos versos premonitorios, y tal vez condenatorios, de este esfuerzo de madurez:

Qué fatiga aprender la libertad
que ellos aprendieron de nosotros.

(publicado en El Cuaderno digital el 28 de noviembre de 2018)

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