Novela, relato corto, fotografía, vídeo, crítica literaria, análisis cinematográfico… La ramificada actividad de Luis Marigómez se va ahora por un cauce, la poesía, que siempre estuvo en sus alientos primeros, pero del que solo había entregado un volumen, ‘Año’, en 2008. ‘Fronda’ es el título de su nueva colección de poemas. Si en el primero el discurrir del tiempo marcado por el calendario prestaba su estructura a un observador que anotaba los cambios cíclicos de la naturaleza sobre un fondo de noticias inesperadas, en ‘Fronda’ refuerza a ese observador que tiene algo del fotógrafo que captura y guarda: “sobre una lámina de nieve / sombras de árboles / líneas oscuras”.
Un fotógrafo que se adentra en la fronda, en la espesura que le envuelve con el peligro de desorientarse: “adelante perderse”, concluye en su primer poema, y en el último, “ser agua en el agua / huir / desaparecer”. Para conjurar esa amenaza disgregadora de la observación, para ir más allá de lo que la mirada y el oído aportan, el poeta dispone de su instrumento esencial: la palabra, la que limita y ordena el mundo profuso, la que nombra y clasifica. A ella alude indirectamente en estos versos casi topográficos: “palos y piedras / separan prados y huertos / a los lados de los caminos”. Con los palos y piedras de la palabra se interna el poeta en la fronda, separando, delimitando, fundando un mundo poético sobre el mundo de la experiencia directa. Los palos y las piedras rehacen el territorio, lo cubren de prados y huertos, abren el camino de pasos claros.
Las tres partes del libro, “Tierra”, “Miedo”, “Agua”, alojan en la fijeza de sus nombres ese sabor primero y esencial que nos acerca a los balbuceos de los filósofos presocráticos, a sus fragmentos misteriosos. El agua era el origen del universo para Tales de Mileto, su “arjé”. Y la tierra se unía al aire, al fuego y al agua para reunir los cuatro elementos de Empédocles. Los poemas de Luis Marigómez se inscriben y se escriben en ese impulso fundador que parece mirar el mundo por primera vez: “naranjas en la tierra lirios / un carbonero en el peral desnudo / vuela a saltos entre las ramas / a tientas”. Tras esa tarea incansable y nominadora, una aspiración, un objetivo se va abriendo y dibujando con los poemas: penetrar en la fronda, en el revoltijo que nos rodea y amenaza, y habitarla. Ese verbo ambicioso: habitar. Un verbo que baja desde los versos de Hölderlin: “Pleno de méritos, pero es poéticamente / como el hombre habita esta tierra”. Y así, tras este habitar poéticamente la fronda, se suceden los versos, limpios, sin signos de puntuación, atentos a la vida de la tierra, a la presencia del agua: “seguir las trenzas del agua / transparente blanca y turbia / con espuma / hecha barro y atravesando piedras”.
¿Y el miedo? Hay un miedo que nombra la parte central del libro, el miedo como túnel que comunica la tierra del comienzo con el agua final. Un túnel del que sales estremecido. En la fronda en la que se interna el poeta hay una parte que escapa a la palabra primordial y sosegada que organiza la naturaleza. Corresponde a las vivencias en las que se cruza la aventura humana, aventura que se hace desventura cuando el cuerpo enferma. El tiempo de los hombres aparece para empujar la cadena del dolor y de la destrucción, para señalar el horizonte de la desaparición. El poeta se enfrenta sin remedio ni consuelo a la muerte de un ser cercano, esa muerte que, como decía Arcadio Pardo, “viene por los otros”. Lo que se recoge y estructura es un diario de la enfermedad, un diario seco, de calculada distancia, con la emoción comprimida entre las líneas: “llamaste a algunos amigos para despedirte /volviste a comer algo”. Y con rendijas para detalles que traen sentimientos: “una noche orienté tu lecho / para que vieras / la luna llena”. Es la devastación del dolor irreversible en el medio de la fronda de la naturaleza poblada de semillas de renovación. Esa es la rareza humana que anota Luis Marigómez.
(publicado en La sombra del ciprés el 8 de diciembre de 2018)