Finales de 1979: se estrena ‘Arrebato’, segundo y último largometraje de Iván Zulueta. Octubre de 1980: Pedro Almodóvar inicia su larga carrera con ‘Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón’. En su reciente libro sobre la contracultura Jordi Costa plantea la posibilidad de encajar las dos obras como caras opuestas, A y B, de un único disco de “esa mutación de la energía contracultural que alcanzaría la visibilidad bajo ese paraguas integrador en apariencia de la Movida”. Son, sin embargo, demasiado divergentes para fundirlas en un problemático disco. Pedro Almodóvar ofrece una juvenil provocación tan llena de gracia como de limitaciones, que se mantiene en la filmoteca de la memoria por la continua renovación del cineasta. Iván Zulueta, muy al contrario, acaba con ‘Arrebato’ su carrera, si exceptuamos un par de cosas epigonales para televisión una década después. La película de Zulueta está condenada a la soledad del juicio, sin amparos generacionales o de la Movida. Un solo gesto, y final, a la manera de las últimas líneas de Cesare Pavese. Y luego, desaparecer.
Fue una película largamente presentida, más que pensada. Iván Zulueta (1943-2009) contaba con experiencia televisiva en la realización de ‘Último grito’, con José María Iñigo, una ventana a la música pop de finales de los sesenta. De ese trabajo se nutrió su primer largometraje ‘Un, dos, tres, al escondite inglés’, estrenado en 1969, una broma gamberra en la onda de las dos películas que Richard Lester rodó con The Beatles. En paralelo, Zulueta no dejaba de experimentar con el formato casero de Súper 8, jugando con la velocidad de proyección y la textura del minúsculo fotograma. Ambos caminos por fin se encontraron: “Yo me he pasado muchos años rechazando la narración y trabajando la experimentación en Súper 8. En ‘Arrebato’ traté de unir los dos universos”, declaraba en 2004 a Juan Pablo Huércanos. A finales de los 70 Zulueta está en la punta de todos los desafíos, de todos los riesgos que pululan por el revoltijo madrileño: arte rupturista, vida que empieza y muere cada noche, nueva sexualidad, exploración de las puertas de la percepción –como las llamó Aldous Huxley- que abren las drogas. Porros, ácido, y una última frontera que el cineasta durante un tiempo se resiste a cruzar: la heroína. “Llegabas al caballo convencido de que no era como decían. Pensabas: ‘Seguro que es como el sexo y todo lo demás’. Pues, por una vez, era verdad”, declaraba a José Luis Gallero en 1991. Iván Zulueta culmina la década de los setenta con la intuición de que está ante su gran oportunidad artística. Y que después no habrá margen para más, solo dejarse engullir por la heroína que le quema las venas.
Con ese tejido nihilista Zulueta compone para su película dos personajes que, de manera distinta, participan de la incapacidad para remontar la existencia. Uno es José Sirgado –al que da cuerpo Eusebio Poncela-, un mediocre director especializado en vampiros y hombres lobo, el “terror de pipas” del cine español de los setenta; yonqui de todo tipo de drogas. El otro, Pedro P. –inolvidable Will More- es un inadaptado que se refugia en su cámara de Súper 8. “No come, ni bebe, ni duerme, ni jode, ni nada…solo filma. ¿Te das cuenta? Todo el día, todo el tiempo. Es un tío que lleva viviendo 27 años… y tiene 12”, dice de él su prima Marta. La primera vez que coinciden están ante el televisor, donde pasan una vieja película de Mae West. Una cinta remota que sin embargo no resta esplendor a la actriz, devenida en mito inmortal, en estrella que el ácido del tiempo no ataca, olvidada del cuerpo y sus accidentes. Una metamorfosis como la que ha iniciado Pedro P., el cineasta amateur. Su cámara, perfecta cómplice, vampiriza su rostro, lo traslada a los fotogramas mientras él palidece y se esfuma. Su desaparición mostrará el camino al otro protagonista, que en una escena memorable descubrirá a su colega succionado en imagen, imagen con vida propia que no se destruye cuando tapa con su mano el chorro de luz del proyector. Una cara llena de lozanía perpetua, una vida faústica radicalmente contraria al retrato de Dorian Gray.
Convertirse en imagen, ser imagen, ese es el camino salvador. Bajarse de la flecha del tiempo e ingresar en el País de Nunca Jamás de J.M. Barrie. O en la isla que traza Adolfo Bioy Casares en ‘La invención de Morel’, poblada por seres icónicos mantenidos por una maquinaria indescifrable que los hace inmutables y eternos. Lo persiguen los protagonistas de ‘Arrebato’, y el propio Iván Zulueta. Tras la realización de su película, el cineasta desaparece. En su adicción al caballo, en las curas de desintoxicación, en la villa Aloha de sus padres frente a la bahía de la Concha. Cierre, a los 36 años. Dejará después algunos carteles memorables, montará una exposición de polaroid en la Casa Encendida, rodará ‘Párpados’ para televisión…, pero vivirá sobre todo tras las imágenes inmortales de su película, espejo de sí mismo, camino de destrucción y protección al unísono. Tampoco es este escaqueo ningún disparate, ni perla de un tiempo fenecido. Al contrario. Si abrimos las redes sociales, con Instagram a la cabeza, encontraremos innumerables Pedro P. que extreman sus actos inocuos para convertirlos en imágenes suplantadoras de su vida. ‘Arrebato’ es la suma previa de todos esos intentos, su cristalización suicida y feliz, el paso definitivo al otro lado. Lewis Carroll, otro cómplice imprescindible, lo anticipó en boca de su Alicia: “¿Regresar ahora? Ni hablar. Tendría que cruzar otra vez el espejo…volver al viejo cuarto de siempre… y todas mis aventuras, ¿qué?, ¡se acabarían!”.
(publicado el sábado 26 de enero de 2019 en La sombra del ciprés)