El reciente estreno de Roma, aunque fuese en el discutible y doméstico formato que impuso la despiadada Netflix, dejó en las reseñas de periódicos y revistas numerosos testimonios de evocación, de reconocimiento. Alfonso Cuarón, su director, había construido la película con sus recuerdos profundos de infancia, con fogonazos de su casa y de su familia, más el personaje clave de la criada que le cuidó, y a la que quedó indisolublemente unido. Tras muchas tardes de introspección el director supo trenzar un guion en el que la capa visible, la punta del iceberg, es solamente la superficie de un entramado profundo en el que el espectador se instala casi sin saberlo, y en el que resucitan misteriosamente las vivencias personales, en una complicidad entre existencias sin paralelismos nítidos. Cada cual se emociona con algo de lo que por allí discurre y las resonancias que le trae: tal vez con las voces de la calle, ese vendedor de miel que pregona por las aceras su mercancía; con los perros sueltos, en la casa pero también por la ciudad, que van dejando un rastro de carreras y excrementos; o la música popular que vomitan las radios y los murmullos cantarines de la gente; los cines en los que las parejas buscan la oscuridad del beso. También con esa vida de padre ausente en la que las tensiones sobrevuelan el ambiente sin mostrarse con claridad, enrareciendo las presencias, amenazando los afectos. Es una óptica la de Cuarón que devuelve al espectador a la infancia, a su infancia, por más que no haya vivido en una casa tan amplia y lujosa, por más que no haya tenido criadas indígenas portadoras de otra mirada y otro silencio. Una óptica, y una estética, pues las imágenes se bañan de esa fotografía irresistible en blanco y negro, y de una puesta en escena que multiplica los resortes y las incitaciones desde la negación de un foco narrativo único. Roma funciona como una variante artística de la anamnesis platónica, ese recuerdo involuntario que no sabemos si procede de nuestra biografía, pero que estalla y nos arrebata sin defensa posible.
Claro que a las calles mexicanas viajamos con la facilidad de la cercanía cultural, del entrañamiento mutuo. También con el idioma común y diverso en sus matices, por más que unos estúpidos y protestados subtítulos quisieran allanar la riqueza del castellano de ambas orillas (ese estar de encargo para apuntar al embarazo, sin ir más lejos). Más difícil parece el aterrizaje en el Japón contemporáneo que nos propone Hirokazu Kore-eda en Un asunto de familia. Una cultura radicalmente lejana, un idioma masticado en gargantas inimitables, cuerpos que no se rozan ni manos que nunca se estrechan, contención de gestos y voces… Y sin embargo yo he vivido en esas calles de Tokio (o de la imprecisa ciudad japonesa donde discurre la acción), he conocido a esa familia, sé de los lazos que la sustentan, de la geografía doméstica que habitan. De nuevo, como en la película de Cuarón, la infancia resurge tras Un asunto de familia e invade la mente con visiones, sensaciones, olores, rastros de vivencias que solo esperan la incitación cómplice del gran arte narrativo. Mi infancia recuperada, en paráfrasis de la de Fernando Savater, es la de los años cincuenta o sesenta en una calle de la Cuenca minera asturiana, a la que llegaban familias de todas partes en pos del trabajo abundante de la minería y la industria siderúrgica. Gentes que se acomodaban como podían en el escaso hábitat urbano disponible, que convertían una vivienda de pisos en una poblada colmena de vasos comunicantes. Familias a las que forzosamente bastaba una habitación con acceso a una cocina, que compartían con otras el único retrete del pasillo. Espacios domésticos que desconocían la privacidad, que nunca cerraban la puerta, que estaban en ósmosis continua. Lazos de pareja que se desvanecían en la cercanía promiscua, pirámides verticales de abuelos, tíos, sobrinos, en confusión difícil de deslindar con esas nominaciones precisas y teóricas. Cuando hoy llega esa palabra nueva, poliamor, pienso que ya estaba inventada sin conocimiento de sus usuarios en esos conglomerados humanos que ensayaban relaciones y afectos que desbordaban todos los cánones de las estructuras familiares. Y sin especiales dramatismos ni estridencias, sin desgarros ni tragedias. La vida se ajustaba a sus carencias y necesidades inmediatas, y apenas había espacio ni tiempo más allá de un presente fluido en el que ganarse la subsistencia diaria.
Hay una palabra asturiana en mi raíz que ciñe ese mundo pretérito: apetiguñao. La encuentro de nuevo, reinante, en la vivienda familiar de la película de Hirokazu Kore-eda. Allí han ido llegando, en migraciones sucesivas y desordenadas, niños, adultos, una anciana que detenta la titularidad de la casa. Y se instalan como pueden en un espacio que tan pronto es un amplio dormitorio de suelos mullidos, como un comedor al estilo japonés en el que se sorben en cuclillas, o tumbados, caldos calientes y tallarines con gran satisfacción comunal. Surgen rincones donde los niños juegan con los pocos tesoros que tienen, una linterna, bolas, tebeos, o trasteros a los que van a parar todo tipo de cachivaches. No se sabe de váter o servicio más allá de una ducha de manguera en un rincón. La vivienda es además una isla inexplicada entre edificios de gran altura, una excepción a la que nadie presta atención, ocupada por una familia, o lo que sea: no están claros los vínculos de consanguineidad entre unos y otros, aunque de los niños se sabe que llegaron allí desde otros núcleos familiares. Pero sí hay algo que une y sella: el afecto, la ayuda, la preocupación por los demás. La atmósfera de ese apetiguñamiento humano está penetrada y bañada por el amor, por la atención espontánea, por la búsqueda de la risa. Bastan unas croquetas, unos tallarines, o el resplandor lejano de unos fuegos artificiales para entrelazar a unos con otros. La escena de la playa, en la que estalla la luz y se multiplica la felicidad, es la culminación de ese afecto. “Es mejor la familia que escoges que aquella en la que naces”, viene a decir Naboyu (la madre, interpretada por Ando Sakura con su sonrisa inolvidable). En su inspirada fábula Las cosmicómicas, Italo Calvino describe el instante naciente del universo como un grupo humano recogido en un espacio tan reducido que no es más que un punto. En esa cercanía absoluta se dan relaciones de afecto, encontronazos, risas y codazos que los protagonistas, cuando el universo se expanda, nunca olvidarán. Una concentración cósmica que linda con la que muestra la película japonesa
Si la rememoración de Cuarón se materializaba en una mirada vertical y jerárquica sobre la familia, la de Kore-eda se instala sobre un vector horizontal, una allanamiento que no deslinda vínculos ni lazos. En los interiores de Yasujiro Ozu se instalaba una cámara estática a la altura de los ojos, una cámara necesariamente baja por la posición reclinada de los japoneses sentados sobre el tatami. Ozu no respetaba el raccord de mirada, esa convención que orienta espacialmente al espectador en toda la cinematografía occidental, y ello producía una sensación de hábitat sin dirección ni jerarquía, un espacio uniforme y abstracto en el que la dramatización se vehiculaba por canales distintos a la confrontación física o visual. Kore-eda instala esa gestión del espacio del maestro Ozu en la peculiar vivienda de su familia. Crea un ámbito en el que es difícil la orientación física, pero a cambio intensifica las relaciones, los sentimientos, los afectos, precisamente en una cultura como la japonesa que distancia físicamente a sus miembros. Como dice Juanma Ruiz en su crítica en Caimán Cuadernos de cine, “el cineasta deja que sean los encuadres, y no la consanguineidad, los que establezcan los vínculos familiares”.
Luego, cuando el precario reducto se derrumbe, la policía tratará de sembrar la sospecha y el desengaño entre sus miembros a fin de diluir los lazos que la vertebraban, aunque el niño seguirá musitando “papá” ante quien en su día ocupó ese papel de guía y afecto. La vivienda sin embargo no resiste la pérdida de sus habitantes, de su presente cálido. Una de las chicas vuelve al final a ella, corre las puertas y solo encuentra abandono, frío, oscuridad. Es lo que, al otro lado de la pantalla, nos pasa cuando retornamos a los lugares de la infancia y no logramos restituirlos ni por asomo a su plenitud original y definitivamente esfumada. La única forma de recuerdo físico y sentimental que merece la pena ejercer es la que nos proporciona el arte. Basta con enfrentar Roma, y Un asunto de familia, para confirmar una vez más esa certeza.
(publicado en El Cuaderno digital el 15 de febrero de 2019)