Un manuscrito olvidado. Una situación tantas veces repetida que hasta mereció el arranque satírico de Umberto Eco en ‘El nombre de la rosa’. Cuando Herman Melville murió en 1891 llevaba veintitantos años sin publicar una novela. Nunca se había recuperado del fracaso comercial de ‘Moby Dick’, y acabó vendiendo su granja y yéndose a Nueva York tras un modesto empleo de inspector de aduanas. La poesía y el suicidio de un hijo marcaron sus últimos años. Así que su viuda no supo qué hacer con aquel embrollado manuscrito que encontró entre sus papeles. Lo ordenó, reescribió alguna hoja, y terminó por olvidarlo. Casi treinta años después un profesor de la universidad de Columbia recibió el permiso de la nieta de Melville para adentrarse en su archivo privado, y otra vez el manuscrito revivió en los intentos de este profesor por darle forma, hasta publicarlo en 1924 como ‘Billy Budd, Foretopman’. Hay que esperar a 1962 para que otros dos expertos establecieran el texto que se da por definitivo, con nuevo título: ‘Billy Budd, Sailor’. Una biografía textual accidentada para una obra que se podría presumir como rebañadura final de un largo ocaso, interesante solo para especialistas. Nada más lejos de la lectura que orienta estas líneas.
La primera sorpresa llega con la presencia rotunda del narrador de los avatares de Billy Budd. No es nadie, tampoco Herman Melville, pero la transparencia no es su fuerte: interviene, observa, juzga con finura, destapa pasiones e intimidades, insinúa. Se atreve con digresiones: “Algunos desvío laterales tienen un atractivo que no es fácil resistir. Voy a vagar por uno de esos desvíos”, anota antes de lanzarse sobre el almirante Nelson. En ocasiones frena su omnisciencia, rebajándola a la del testigo que encuentra puertas cerradas, como la que oculta la escena capital, la conversación entre el reo Billy Budd y el capitán del barco en la noche de la ejecución. No deja de comparar lo que ocurre con lo que él ya vivió: “Hace muchos años, un honrado estudioso, de más edad que yo…”. Y entra y sale en el texto, analiza desde fuera sus resortes, su alcance.
Herman Melville se sintió muy libre, cerca de su final, para labrar esta reflexión, esta metanovela que tras cien años de su descubrimiento mantiene la total frescura. Fue también su adiós literario al mar, a la navegación, a la geometría nominal de un barco anterior a la energía de vapor, de 1797: mesana, trinquete, barlovento, obenques, largar y aferrar…, un léxico preciso que acerca la sal a la boca y los crujidos del casco al oído. El barco es un escenario autónomo, un cosmos completo en el que Melville coloca a sus personajes como actores de teatro a la espera de un chispazo, mientras les describe con justeza en pocas líneas. Billy Budd, gaviero por alistamiento forzoso en la Armada, es “alguien a quien todavía no se le ha ofrecido la discutible manzana del conocimiento”. Un ser virginal, desconocedor del mal, tartamudo para el lenguaje, sin familia ni orígenes. Un Gaspar Hauser, llega a apuntar el narrador. A ese “Adán edénico” le ha puesto los ojos encima Claggart, el maestro de armas, que debajo de sus virtudes marineras y patrióticas esconde un alma envidiosa y cruel, “una depravación conforme a naturaleza”, un “misterio de iniquidad”. Entre los dos se interpone el capitán, hombre de sólidas convicciones extraídas de la lectura, “un alma noble, Vere el estelar”. El conflicto estallará entre la bondad sin experiencia de Billy Budd y la irrefrenable picadura de escorpión de Claggart, con el capitán atornillado por las leyes que le obligan a ahorcar al culpable Billy Budd, culpable de inocencia.
Melville mueve a estos seres en un experimento narrativo lleno de sugerencias. El narrador nunca completa sus observaciones, deja interrogantes y cabos sueltos que desafían la imaginación del lector. ¿A qué se debe el odio que siente Claggart por Billy Budd? ¿De dónde surge esa ferocidad a distancia, sin trato previo, que matará a ambos? Muchas interpretaciones se han dado, y entre las líneas ambiguas del texto se ha querido leer un deseo reprimido, un deseo homosexual de Claggart hacia el gaviero, cuyo rechazo normativo engendra en aquel la furia y el odio. A Billy Budd en el barco sus compañeros le llaman “Belleza”, “Marinero Bonito”, admiran su cuerpo atlético. Por ese encierro masculino del barco circula el lenguaje larvado del deseo, acentuado en la proximidad física de las hamacas. Hamacas que llaman en la memoria a la poderosa escenificación del primer conflicto que enciende a la marinería de ‘El acorazado Potemkin’, otro encierro masculino. Sobre esa ambigüedad sexual se edificó luego la ópera de Benjamin Britten del mismo título. Y una muy notable película de Peter Ustinov, ‘La fragata infernal’, en la que el papel de Billy Budd está interpretado por Terence Stamp. En la connotación interminable que abren las obras poderosas, surge ‘Teorema’, de Pier Paolo Pasolini, en la que el propio Terence Stamp interpretaba al misterioso visitante que seduce a todos los miembros de una familia. Ese seductor vestido de inconsciencia es el propio Billy Budd, un Don Juan virginal que pone en marcha el deseo sin comprometer su inocencia heredada del paraíso, sin culpa pero con castigo. Un enigma poderoso e inagotable para esta obra maestra que Melville nunca vio impresa ni triunfante.
(publicado en La sombra del ciprés el sábado 16 de marzo de 2019)