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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

De la libertad fabuladora

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Al cine le gusta mirarse en el espejo. Tal vez se deba a que la regla más aceptada de su narrativa le prohíba mostrarse, dejar rastros en la pantalla de su elaboración, de su rodaje. Lo que hace posible la producción de imágenes en movimiento –cámara, focos, micrófonos, grúas, cualquier utillaje técnico o humano- o su exhibición pública –el proyector ubicado a nuestras espaldas- debe desaparecer del producto final. El cine es transparente respecto a sí mismo, invisible, salvo cuando se elige como tema argumental. Y lo ha hecho con abundancia y variedad desde sus comienzos: los experimentos y metamorfosis de Georges Méliès; las profundidades suprahumorísticas de Buster Keaton en ‘El cameraman’, y sobre todo en ´Sherlock Jr’; la llegada del sonoro en ‘Cantando bajo la lluvia’; la voracidad del estudio hollywoodiense en ‘Cautivos del mal’ o en ‘El último magnate’; su capacidad metabiográfica en un arco que puede ir desde ‘Vida en sombras’ hasta la inmediata ‘Dolor y gloria’… Del espejo en que el cine se refleja puede emanar el intenso amor de ‘La noche americana’ de François Truffaut o de ‘Le mépris’ de Jean-Luc Godard, proveniente de la cinefilia mamada en ‘Cahiers du cinéma’. O el despecho corrosivo de ‘El crepúsculo de los dioses’ de Billy Wilder. La crisis creativa de ‘8 ½’ de Federico Fellini, las fronteras difusas de realidad y ficción en varias obras de Abbas Kiarostami… Imágenes que se multiplican en los espejos de Orson Welles, espejos que se colocan en los lugares más insospechados del plató o de la sala de exhibición, cine dentro del cine.
Pero de esa panoplia abundantísima de autoenfoques ninguna se parece a la que ha construido Quentin Tarantino para su última obra, ‘Érase una vez en… Hollywood’. Equidistante del fervor y del rechazo, del homenaje y del escarnio. Del glamour y de la sordidez. De la reconstrucción fiel y de la imaginación volátil. Tarantino se reinstala en el territorio de producciones sin renombre en que edificó su formación autodidacta, y del que no ha dejado de extraer ideas y materiales para su filmografía. Elige el año de 1969, en el que probablemente comienzan sus recuerdos cinéfilos (nació en 1963), y también fecha de un suceso sangriento ligado al cine, el asesinato en la casa de Roman Polanski de varias personas, entre las que se encontraba su esposa Sharon Tate. En esos pocos datos se agotan las certezas y comienza las sorpresas, también el desconcierto, tal vez la decepción en seguidores de un supuesto cliché Tarantino (un director que explora sin cesar nuevos territorios, nuevas estrategias narrativas). Los protagonistas pertenecen a la franja gris de Hollywood, carecen del brillo histérico de las estrellas o el grosor humano del arrumbado, del perdedor. No hay grandeza ni caída en el vaquero Rick Dalton (Leonardo DiCaprio) ni en su asistente para escenas peligrosas Cliff Booth (Brad Pitt). Tienen ya unos años a sus espaldas, les cuesta renovar trabajos y salarios con los que mantener el tren de vida, pero en su limitado cerebro no se instala ninguna angustia existencial más allá de unas lagrimillas infantiles del actor, ninguna pendiente autodestruciva con final en la locura o el suicidio que no sean unas vulgares borracheras en tugurios mexicanos de Los Ángeles. Rick Dalton y Cliff Booth, perfectamente ajustados por Leonardo DiCaprio y Brad Pitt, carecen de singularidad, de hondura. Ni intervienen en obras que merezca la pena rememorar, ni son capaces de decir nada interesante ni guiarnos hacia encrucijadas decisivas del Hollywood en el que se mueven y del que viven. Tampoco el resto de los convocados ofrecen brillo, aunque sean actores cuya fama no se ha extinguido: Sharon Tate es una chica tan guapa como trivial, encantada de verse a sí misma en películas tontas. Steve McQueen es un cotilla de verbo lento y torpe. Polanski, una sombra que pasaba por allí. La meca del cine, el Hollywood de mercaderes y vendedores, se nutre en las producciones por las que pasan el vaquero y su asistente de seres mediocres con verbo escaso y mirada que no va mucho más allá del sitio donde tienen los pies. Las series de televisión son el principal pasatiempo de la mayoría. ‘Mannix’, ‘Bonanza’, ‘FBI’. Coches vistosos, casas horteras, comida rápida frente al televisor, mascotas, piscinas, y poco más.
“Eppur si muove”. Y sin embargo, ‘Erase una vez en… Hollywood’ se mueve, discurre, atrapa, funciona, se instala en la memoria, viaja por la polémica. No se estanca en sus divagaciones ni se ahoga en sus largas escenas. Decía el crítico Carlos Boyero que carecía de objetivo, que vagaba sin rumbo. Lo sabemos con certeza después de que se nos niegue hasta el desenlace asegurado por la historia, el crimen ritual en la casa de Polanski. Si echamos una mirada atrás en el cine de Tarantino, descubrimos muchos protagonistas de esa misma catadura física y mental, de esa mínima altura humana: los matones de ‘Pulp Fiction’, el traficante de armas de ‘Jackie Brown’, los pistoleros atrapados por la nieve en ‘Los odiosos ocho’, y por supuesto la banda que desayuna en la escena primera de su filmografía, los hombres de apodo coloreado, traje negro y lengua sucia de ‘Reservoir Dogs’. Tarantino captura como nadie la vulgaridad de su país, la ausencia de horizontes, de pátina cultural en el tipo medio, sea cazador de recompensas o actor de Hollywood. Y construye para ellos artefactos dramáticos que pueden ir desde la exuberancia lingüística de ‘Los odiosos ocho’ o ‘Malditos bastardos’ a la circularidad paralizante de ‘Pulp Fiction’, cuya escena inicial y final coinciden en el mismo instante, un instante marcado por las necesidades fisiológicas del matón encarnado por John Travolta. ‘Érase una vez en… Hollywood’ está impregnada por una soterrada defensa de la mediocridad, de la grisura; por un afecto hacia los que ni triunfan ni fracasan en un mundo tan extremado como el de los estudios de Los Ángeles; por una ternura desconocida para los propios protagonistas, como también les es ajena la fina ironía con que se les observa. El espejo se vuelve hacia ellos, y en cierta manera también hacia nosotros, depositarios de una mitología y una historia del cine que se resquebraja en la pantalla. A esas imágenes especulares Tarantino les aplica un plan subterráneo extremadamente medido, una dramaturgia soterrada sobre interpretaciones muy matizadas, además de la habitual y magnífica banda sonora. Consigue con ello prender nuestra atención en ese vagabundeo sin plan, sorprendernos, desconcertarnos, para ir atornillándonos en el asiento hasta el final que no es final, tan libérrimo como la corrección a la Segunda Guerra Mundial que monta en ‘Malditos bastardos’, la inversión del western en ‘Django’, o la derrota de la virilidad en ‘Death Proof’. Su cine cambia la historia, ensalza la invisibilidad, saca petróleo de los torpes. Una enmienda a la totalidad, a la ortodoxia, de este gran irreverente, que es capaz de remover hasta los títulos de crédito con una propina publicitaria que se pierden los apresurados o los irritados, un colofón tabaquista coherente con los cigarros que ahúman sin cesar la proyección.

(Publicado en El Cuaderno digital en agosto de 2019)


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