Charles Dickens tituló algunas de sus novelas más conocidas con el nombre de su protagonista: ‘Oliver Twist’, ‘David Copperfield’, ‘Martin Chuzzlewit’ o ‘Nicholas Nickleby’. Eran personajes que de alguna manera entraron en sus novelas después de rozarle con sus vidas y poner en marcha su portentosa imaginación. Siempre atento a lo que sucedía ante sus ojos, Dickens fue labrando sobre sus espaldas, sin darse cuenta, el personaje que podría ser suma y a la vez intersección de todos los que iba maquinando: él mismo, con su desparramada biografía. Afortunadamente para este filón narrativo, vivió en un país, Inglaterra, en el que los hechos no se ahogan en su acaecer. Por una tradición cultural y social largamente respetada, correspondencias, anotaciones, testimonios, diarios, periódicos… cualquier soporte de memoria es conservado y puesto a disposición de los investigadores. Al poco de morir Dickens, su colaborador y amigo más cercano, John Forster, publicó en tres volúmenes ‘Vida de Charles Dickens’. Su agente George Dolby anotó sus recuerdos en ‘Charles Dickens tal como lo conocí’. Y la lista de indagaciones biográficas fue creciendo hasta culminar con dos colosales obras: la que le dedica Peter Ackroyd en 1990, y la de Claire Tomalin en 2011. Tras esa vida tejida en palabras, el novelista es uno más entre sus personajes, como figura en el célebre cuadro que le dedicó Robert William Buss.
La existencia de Charles Dickens estuvo siempre marcada por la inestabilidad. Vivió en multitud de casas, corrió de un país a otro, ensayó múltiples oficios, se enredó en líos amorosos que agujereaban la rígida moral victoriana. Esa variedad inacabable de gentes, lugares y sentimientos fue la fuente de inspiración principal para su escritura. Tenía una capacidad de atención extrema, y una gran memoria. Como anota Peter Ackroyd, “llegó a comparar su cerebro con un archivador o con una placa fotográfica capaz de captar hasta las más nimias impresiones”. En cierta ocasión reparó en un anuncio en ‘The Times’ en el que se solicitaban donativos para una escuela. Sin pensarlo mucho, se acercó al lugar, una casa en ruinas en la que el hedor impidió a su acompañante acceder, y en la que un grupo de chavales mugrientos se rio de su aspecto impecable. Al cabo de pocas semanas había terminado ‘Canción de Navidad’, en donde introduce a dos niños inspirados en los de aquel antro. Para ampliar la riqueza de lo que capturaban sus ojos, Dickens disponía de una herramienta aprendida en sus años de periodista de juicios y debates políticos: la taquigrafía, con la que anotaba al vuelo expresiones y giros populares que daban más verosimilitud a las situaciones.
Frente al cliché del escritor retirado y aislado sobre su pluma y sus folios por rellenar, Dickens vivió en permanente mudanza. En su infancia su familia cambiaba sin cesar de residencia por los traslados profesionales de su padre, un empleado de la Pagaduría de la Armada siempre endeudado, hasta acabar en la cárcel cuando Dickens tenía 12 años y había comenzado a trabajar en una fábrica de betún. Ni siquiera el primer triunfo literario con ‘Papeles póstumos del Club Pickwick’ le fijó en ningún sitio. Alquilaba casas sin cesar, aposentos, pasaba noches en hoteles, cruzaba el Estrecho para escribir en Boulogne y volvía a los tres días urgido por la revista que dirigía, caminaba kilómetros y kilómetros.… En 1856 escribía a su amigo Forster: “En cuanto a la tranquilidad, algunos desconocemos el significado de esa palabra”. Un año cualquiera, 1844: con 32 años Dickens, casado desde hace ocho y con varios hijos a su cargo, se enamora de una joven de 18 años; lucha para acabar ‘Martin Chuzzlewit’; está harto de su mujer y sus embarazos; “Me veo en la más negra ruina”, confiesa; compra una diligencia para trasladarse con su familia a Génova; alquila allí el Palazzo Peschiere, donde permanecerá casi un año con viajes por toda Italia… Así se enhebran sus días, dejando una biografía apasionante con episodios tan destacados como sus viajes a Estados Unidos, o sus giras de varios meses dando lecturas públicas de sus obras ante miles de entusiasmados oyentes, o el descarrilamiento del tren en las cercanías de Dover en 1865, del que se repuso malamente. Este accidente sacó a la luz a su acompañante, la joven Ellen (Nelly) Ternan, la que había encendido los celos de Catherine, mujer de Dickens hasta su divorcio en 1860, con la que tuvo diez hijos.
Fue, además, el escritor más famoso de su tiempo. Sus novelas, construidas por entregas mensuales o semanales, eran esperadas con avidez por el público. En Estados Unidos su popularidad fue aún mayor que en Europa. Cuando llegó a Boston en su segundo viaje un periódico aseguraba: “hasta por dos veces en tan solo veinticuatro horas se habían barrido las calles de un extremo a otro de la ciudad”. Para asistir a sus lecturas se formaban colas en las que la gente llevaba colchones, comida y tabaco. Nadie estaba a su altura. Thomas Hardy, entonces estudiante de arquitectura antes que novelista célebre, le tuvo a su lado en un café de Charing Cross: “Confiaba en que alzara los ojos, reparase en el joven estrafalario que tenía a su lado e hiciera algún comentario, aunque no fuera más que acerca del tiempo”. Unos meses antes de morir, en marzo de 1870, la reina Victoria le recibió en el palacio de Buckingham. Hablaron de los problemas del servicio, del precio de la carne, del asesinato de Lincoln. Se rumoreó que la reina le había ofrecido el título de ‘sir’, incluso el de ‘lord’. No importaba demasiado, él ya era Charles Dickens.
(publicado en La sombra del ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla, el 13 de noviembre de 2020)