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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

Dylan a la manera de Scorsese

El pasado 24 de mayo Bob Dylan cumplió 80 años. Una cifra que seguramente habría celebrado en el auditorio azaroso en el que le hubiera emplazado su Gira Interminable, la inaudita sucesión de conciertos -ochenta, cien al año- cuyo origen se data oficialmente en el lejanísimo 1988. Solo esta funesta pandemia ha podido detener el vagabundeo musical del Dylan casi autista de los últimos años. Tras el parón de año y medio por fin se ha dejado ver en la película-concierto Shadow Kingdom, estrenada en julio en cadenas de pago. Con ocasión del cumpleaños uno de sus seguidores más atentos, el periodista Diego A. Manrique, recordaba en Dylan cumple años enfrentado al mundo la imposibilidad de dar coherencia a los jirones de su biografía. Cómo encajar en un mismo individuo la voz juglaresca de principios de los sesenta que grabó Blowin’ in the Wind, al músico electrificado y anfetamínico de su trilogía mercurial – Bringing It All Back Home, Highway 61 Revisited, Blonde on Blonde-, al padre de familia grabando en el campo neoyorquino con sus amigos de The Band en el sótano –The Basament Tapes-, al cristiano fundamentalista de Slow Train Coming que encrespaba al público con sermones entre canción y canción, en fin, al tipo huraño e inaccesible que mandó a una atolondrada Patti Smith a recogerle el premio Nobel de Literatura. Una biografía imposible de enhebrar, pero tan pegada a la inspiración de su obra musical que se cruza sin remedio y se hace necesaria para cualquier acercamiento al artista.

La bibliografía que le circunda creció hasta ser inabarcable, sin obras de referencia que aseguren un acercamiento sólido, un guion de consenso. El propio artista publicó en 2004 lo que parecía ser el comienzo de su autobiografía, Crónicas-Volumen I, poco trascendente y anegada por mil detalles sin una mirada superior e integradora. No hay noticias de próximos volúmenes. En busca de luz tal vez sea mejor el acercamiento a través del cine, con el premio de la concisión, la escasez de propuestas y el añadido de las bandas sonoras del propio artista. De la época mercurial se ha hecho clásico el breve documental Don’t Look Back, firmado por D. A. Pennebaker. En clave imaginativa, Todd Haynes despedazó al artista en seis protagonistas distintos en su ambiciosa I’m Not There en 2007. Mejor olvidar la fallida Anónimos, de Larry Charles, escrita al alimón con Dylan en 2003. Para ir al corazón cinematográfico del asunto, un nombre se hace imprescindible: Martin Scorsese. Su filia dylaniana se puede rastrear en ese momento sublime de Historias de Nueva York en que su protagonista, un pintor a la manera de Jackson Pollock, machacado por una ruptura sentimental, sube el sonido de Like a Rolling Stone y embadurna furiosamente un gran lienzo. También se ocupó en 1978 en El último vals de rodar la despedida de The Band, el grupo soporte de Dylan en muchos conciertos. Pero son los dos extensos documentales dedicados por Scorsese en exclusiva al artista los que configuran un dibujo realmente atractivo: No Direction Home, de 2005, y Rolling Thunder Revue, de 2019.

El primero de ellos suma la considerable extensión de tres horas y media, y tiene como núcleo central uno de los giros impredecibles de la biografía de Bob Dylan, tal vez el más célebre de los muchos que ha protagonizado. La fama del artista vino adherida a su posición de cantor de las nuevas sensibilidades sociales y políticas que despertaban después de las tensiones posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Bob Dylan estaba guitarra en mano junto a Martin Luther King el día que el líder lanzó el célebre “I have a dream”, encabezaba las listas de éxitos con su Blowin’ in the Wind, su voz prometía respuestas del viento y lluvias que anegarían la vieja sociedad. Era el portavoz, el líder artístico del cambio que demandaban muchos sectores estadounidenses y occidentales. Sin embargo Dylan no estaba cómodo en ese puesto: “Tenía muy poco en común con la generación a la que se suponía que daba voz, y la conocía aun menos (…) Me acribillaban a preguntas, y yo no dejaba de repetir que no era portavoz de nada ni de nadie, solo un músico”, apunta en sus Crónicas. El desajuste acabó en fuga y estallido musical: Dylan comenzó a electrificar sus conciertos, las letras se acercaron más a Rimbaud que a Woody Guthrie, y las protestas del público llegaron a su cima en dos momentos claves que se erigen en centro e interrogación de No Direction Home: su actuación en el festival de Newport de 1965 con guitarras eléctricas que escandalizan al mismísimo Pete Seeger, y la gira por Inglaterra en mayo de 1966 en la que una voz le grita “¡Judas!” desde el estrado, a lo que Dylan responde con un “Eres un mentiroso” para a continuación pedir a su banda que den caña en una versión tremenda de Like a Rolling Stone. Hacia ese núcleo explosivo se dirige la narración de Scorsese, con dos líneas de atención: el buceo en los comienzos de Dylan desde testimonios y materiales de gran riqueza y variedad, y la mirada atrás desde el presente de la película, en el que toma la palabra directora el mismísimo Dylan. El resultado es un discurso lleno de matices, con monólogos del artista plenos de serenidad, en los que subraya una y otra vez la autonomía de su discurso, su validez estrictamente musical, el equívoco que se produjo cuando se le aupó a un pedestal social o político que no deseaba ni se conjugaba con sus aspiraciones. “Tenía que perseverar y llegar todo lo lejos que pudiera”, sentencia al final de la primera parte. La narración restaña la herida biográfica, disimula la cicatriz, alcanza la explicación racional a la que aspira un buen documental. Todos contentos.

Por fortuna, Martin Scorsese nunca da por cerrado un asunto, sea cinematográfico o musical. Desde que fue asistente del director en el rodaje de Woodstock conoce la capacidad de la imagen y el sonido para elaborar un rastro imperecedero a partir de unos minutos pasajeros de actuación. Y después ha sido capaz de producir las siete partes de la monumental The Blues –con dirección de Wim Wenders, Clint Eastwood o Mike Figgis-, o encargarse del documental Shine  a Ligth sobre los Rolling Stones. Cuando quince años después de montar No Direction Home encontró la posibilidad de trabajar con un material casi inédito rodado en una extraña gira de Bob Dylan, concibió un proyecto que no continúa ni complementa el anterior. Más bien le da la vuelta a la seriedad y a la coherencia en busca de la ironía y la independencia. El material daba para muchas indagaciones. Había sido preparado por el equipo de Dylan en el rodaje de la gira Rolling Thunder Revue de 1975 y principios de 1976, nutrida de actuaciones en pequeños lugares y en la que el músico y sus acompañantes –Joan Báez, Joni Mitchell, el poeta Allen Ginsberg, el escritor Sam Shepard…- salían a escena con la cara pintada y disfraces extravagantes. Dylan se empeñó en sacar de ahí una película de más de cuatro horas de duración, Renaldo and Clara, que apenas si se proyectó, para ir cambiando de montaje hasta desaparecer del interés de Dylan y de la industria exhibidora. Una obra maldita, otro agujero inexplorado, o inexplicado, en la trayectoria del músico. Sobre ese material casi inédito se pone a trabajar Scorsese, y de nuevo encuentra la generosa aportación de Dylan. Pero todo será distinto.

Las señales del cambio llegan desde el mismo título: Rolling Thunder Revue: A Bob Dylan Story By Martin Scorsese. La gira se transforma en una historia, con un protagonista, Bob Dylan, y un narrador, Martin Scorsese. Una historia: una narración, un relato. Y para dejar bien clara su naturaleza y alcance, Scorsese la abre con unas imágenes que solo pueden entenderse como manifestación metodológica: Escamoteo de una dama, el corto de menos de un minuto de duración en el que Georges Méliès incorpora por primera vez su truco de parada de cámara, que permite transformar la rígida realidad en una sucesión de cuerpos vaporosos. O, leída en clave de la fecha de su estreno, 1896, apartarse de la cartografía documental del mundo que inician los hermanos Lumière el 28 de diciembre de 1895 para adentrarse en el reino de la ficción y la metamorfosis. Scorsese se pone del lado de Méliès. Así que pronto empiezan a desfilar los prestidigitadores, con la ironía de meter a Richard Nixon, el tramposo, para abrir boca. O los players, como se les llama a todos los intervinientes en los créditos finales. Algunos, como Sharon Stone contando su relación con Dylan desde niña, no necesitan un metatexto que descubra su entronque con la imaginación. Otros sí, como el supuesto organizador de la gira, un tal Stefan van Dorp que nunca existió, y que habla y habla con total verosimilitud. En fin, el propio Dylan ya no es el tipo juicioso de No Direction Home. Más bien parece haber salido de una larga siesta, con pocas ganas de hablar: “Esto pasó hace 40 años, pasó hace tanto tiempo que yo no había nacido”. Aun así deja unas cuantas perlas que alientan el relato: “En la vida no se trata de encontrarte, ni de encontrar otra cosa. Se trata de crearte. Y de crear cosas”. Y él se crea ese personaje enmascarado y seductor que hace de chófer del autobús de la gira, y para el que se reserva la paradoja del mentiroso, tan cercana al Fake de Orson Welles: “Cuando uno usa máscara, te dirá la verdad. Cuando no la usa, es poco probable que la diga”. Para no deslizarse hacia la solemnidad Dylan hace al final un balance de lo que quedó de la gira: “Nada. Solo cenizas”. Y por si acaso, el metraje se cierra con una escena explícita de enmascaramiento extraída de un film de Marcel Carné de los años cuarenta. Todo es un juego, una reinterpretación con players de las imágenes originales. Un juego sobre un juego de máscaras, un vaciado de referentes, un desnudamiento. Es la operación contraria a No Direction Home. Si en esta se construye una identidad que valga como soporte de una ruptura musical, en Rolling Thunder Revue el trabajo busca el vaciamiento referencial para que brille únicamente, y con su absoluta plenitud, la música: la garganta enfebrecida de Dylan, sus letras arrolladoras, los solos de guitarra, la presencia escénica sin parafernalias ajenas al sonido. Música, solo música, con los versos de Allen Ginsberg, la complicidad de Joan Báez, la rareza de Joni Mitchell, el violín de Scarlet Rivera…

¿Y Dylan el octogenario? ¿Y las otras quiebras de su personalidad, las rupturas, los saltos, los silencios? Una modesta coda que no pretende ser respuesta: según relata Javier Cercas en su artículo Dylan bajo la lluvia, en 2009 una agente de policía de Nueva Jersey fue alertada por unos vecinos de que en la casa de al lado andaba merodeando un vagabundo. La agente encontró a un viejo mal vestido que aguantaba la lluvia bajo un impermeable, y que preguntado por su nombre respondió: “Bob Dylan”. No, el nombre verdadero, le exigió la agente: “Robert Zimmerman”. La agente se lo llevó para acompañarlo a su casa, y por el camino se fue dando cuenta  de que los dos nombres eran ciertos, y más cuando llegaron al hotel y apareció  encolerizado el representante del músico y se hizo cargo de aquel viejo despistado. Decía que andaba buscando la casa donde nació Bruce Springsteen. Un anciano con tiempo para los recuerdos, un cuerpo y una mente como la de tantos otros, sin máscaras, sin escenario, sin arte que lo recubra y nos eleve a la cima de nuestras emociones.

(publicado en El Cuaderno digital el 3 de agosto de 2021)

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