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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

Tras la cortina de la comedia

Hace unos años tuve que encargarme de la recepción de unos estudiantes chinos de español y, entre otras actividades, escoger una película que ayudase a su comprensión del país. Pocas dudas tuve: debía ser una cinta de Luis García Berlanga. De la elegida, “Bienvenido, Mister Marshall”, algunas cosas se quedaron en el terreno de lo inexplicable para aquellos ojos orientales: un pueblo castellano que se disfraza de andaluz para impresionar a los americanos, un alcalde que sueña en inglés disfrazado de pistolero… Pero las voces, los tipos, los paisajes ásperos, la jerarquía política y eclesial, las ilusiones de los desfavorecidos, recabaron con seguridad la atención de mis invitados ayudándoles a desentrañar las peculiaridades del país.

Bastantes cineastas españoles han construido su obra con el reflejo de la sociedad que la gestó. En la generación de la posguerra Juan Antonio Bardem o Fernando Fernán-Gómez guardaron esa fidelidad, como también lo hizo a su modo Edgar Neville. Carlos Saura en los 60 y 70, Víctor Erice en la escasez deslumbrante de su filmografía, incluso la obra más reciente de Pedro Almodóvar, conforman hitos imprescindibles en los que reconocerse. Pero algo de especial y único hay en el cine de Berlanga, una total de diecisiete largometrajes que se acompasan a lo largo de la segunda mitad del siglo XX a las transformaciones de la sociedad española.

Sus primeras películas, tiernas y un tanto atemorizadas, beben de un amable neorrealismo que refleja los años de posguerra. Cuando el desarrollismo empieza a dar señales de vida, Berlanga se agarra del brazo de Rafael Azcona (no lo soltará hasta sus dos últimas películas) y dibuja un fresco social en el que, con inteligencia que despista a la censura, da cabida a las terribles desigualdades y violencias de la época con dos obras maestras indiscutibles, ‘Plácido’ (1961) y ‘El verdugo’ (1963). El turismo naciente tiene su ajuste de cuentas en ‘¡Vivan los novios!’ (1970), como lo tiene la Transición de raíces franquistas en la trilogía de los Leguineche (1978-1982). Con el PSOE en el poder Berlanga puede al fin rodar su antiguo proyecto sobre la guerra civil, ‘La vaquilla’ (1985), y para la galopante corrupción deja un título sin remilgos: ‘Todos a la cárcel’ (1993), que no ha perdido actualidad, como sucede con casi todas sus obras.

La realidad española es evocada por un cuidadoso trabajo de localización de exteriores. Lugares concretos que sin embargo no pierden su capacidad de representación en una especie de sinécdoque geográfica. Así funciona Guadalix de la Sierra, “un pueblecito que no tiene nada de particular”, como dice el narrador de ‘Bienvenido, Mister Marshall’. La Peñíscola de ‘Calabuch’, Manresa en ‘Plácido’ o la finca de los marqueses en ‘La escopeta nacional’, pertenecen al imaginario colectivo. Ese juego entre lo concreto y lo general se da también en la baraja de tipos que pueblan las películas de Berlanga. A pesar de la memoria que ensalza a muchos de ellos, de las frases geniales que coronan a sus curas, secretarios, maestras, sabios, verdugos o académicos, cada película sustancia finalmente un fresco multitudinario, un entramado social. Una buena prueba de ese saldo coral es la dificultad para decidir algún actor que lidere su cine. Casi todos son excelsos, bien aprovechados en su raíz popular, pero ninguno se eleva de manera definitiva sobre sus compañeros de reparto. También la forma dramática que cultiva Berlanga, la comedia, se aúna perfectamente con la escuela que forjó a sus actores, a los que todavía en esos años berlanguianos se les llamaba “cómicos”. En el discurso que leyó cuando entró a formar parte de la Real Academia de Bellas Artes, en 1989, justificaba así su inclinación por la comedia: “Por el humor se puede alcanzar el retrato descarnado, la penetración incisiva que nos permite explorar la naturaleza contradictoria del espíritu humano. La comedia presenta en su trasfondo sustancial una visión desnuda, tras la cortina del esperpento, de la realidad oculta de la sociedad en que vivimos”. Ahí se anota el objetivo de su cine: desnudar la sociedad.

En concordancia con ese espejo impúdico Berlanga diseña su puesta en escena con una planificación que no fragmenta el espacio ni desarticula a sus individuos. Él suele contar con ironía que su afición a los planos de larga duración, que a veces alcanzan la categoría de plano-secuencia, era resultado de su vagancia, pues lo que rodaba de un tirón no necesitaba desgloses y casi ahorraba el posterior montaje. Pero una mirada detenida niega la simplificación o el atajo. Cada situación reflejada por su cámara despliega y engloba con cálculo exacto una suma de matices, una concatenación de espacios, un ir y venir de actores. El espectador acaba incluido en ese complejo ballet, vive y se mueve entre los personajes. Baste como muestra la escena de ‘El verdugo’ en que José Luis (Nino Manfredi) debe poner al fin en práctica el oficio heredado de su suegro. Resuelta en tres largos planos, el aspirante a verdugo, todavía con traje de veraneante, se mueve aturdido por la antesala del patíbulo buscando ayudas para su renuncia; enseña fotos de su hijo, ruega que le dejen marchar, se deja anudar una corbata que casi le estrangula, mientras al fondo del plano se ve acercarse al vacilante condenado sujetado por los guardias y el cura. Los movimientos confluyen en la formación de dos grupos que arrastran, entre vómitos y desmayos, al verdugo y al condenado al lugar de la ejecución, un largo y tenso plano que está en lo más alto de la historia del cine. Y que por supuesto miraba y reflejaba la España de 1963, nutrida de ejecuciones.

(publicado en La sombra del ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla, el 1 de octubre de 2021)

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