Benediction, el reciente estreno de Terence Davies, elige como centro argumental la vida y la obra del poeta inglés Siegfried Sassoon (1886-1967). Un literato bien conocido en los medios anglosajones, con pocas traducciones sin embargo en castellano. Su eclosión, al igual que la de Wilfred Owen, Rupert Brooke o Robert Graves, tuvo lugar en la primera guerra mundial, cuando la poesía inglesa dio un giro buscando ser testigo de la gran carnicería que se estaba llevando a una parte considerable de la juventud. Como sucede en otras obras de Davies, la película se construye como un viaje libre, sin ataduras biográficas ni informativas. Hay rasgos indirectos, briznas de argumento aquí y allá. Los espectadores familiarizados con la cultura inglesa de entreguerras reconocerán personajes y situaciones: los poemas y proclamas pacifistas de Siegfried Sassoon, su relación con el joven Wilfred Owen en un hospital militar, los círculos homosexuales de posguerra, los rituales sociales, la aristocracia frívola, la moda. Pero al tiempo la película se desliga de esa esclavitud biográfica para buscar su propio vuelo cinematográfico en la potencia y en el exceso de la representación, en el cruce de fuentes documentales y de ficción, en la palabra poética sembrada sobre imágenes de la guerra, en las músicas que se prestan a montajes audaces, en los saltos en el tiempo, en los silencios. Más que acercarse a una época para tantear una difícil reconstrucción, Benediction busca la respiración de esa época, su exudación poética, el desgarro bélico que marca a los protagonistas, en su juventud y para siempre. El realismo chato y lineal que ciñe esa palabra tan usada hoy, biopic, ajena y divergente con el cine exigente, no tiene ninguna cabida en el rico planteamiento de Benediction.
En esta obra de metraje abundante, basta con mirar lo que nos ofrece en sus primeros diez minutos para evaluar las intenciones y las ambiciones de la narración: “Londres, 1914”, nos señala un título de apertura. La voz de un narrador lee un poema sobre el estreno de La consagración de la primavera de Ígor Stravinsky, y sobre ese fondo musical la misma voz recrea el tiempo tranquilo de la sociedad de preguerra, cuando “Dios estaba en su cielo y había salchichas para el desayuno”. Las imágenes documentales irrumpen con el nerviosismo de la guerra, las colas para alistarse en el ejército, el salto a la ficción para incorporar al entusiasmo colectivo a los jóvenes hermanos Sassoon. Pronto las mismas fuentes documentales viran hacia la destrucción y la muerte en las trincheras, siempre guiadas por la voz que enhebra poemas que desembocan en un panfleto, Declaración de un soldado, llevado por el hermano superviviente, Siegfried Sassoon, al Parlamento: “Hago esta declaración como un acto de desafío a la autoridad militar, porque creo que la guerra está siendo deliberadamente prolongada por los que tienen el poder de terminarla…” (nota al margen: qué actuales suenan estas palabras, 105 años después, si las trasladamos a la geografía de Ucrania y Rusia). Imágenes de conducción masiva de ganado por las praderas se mezclan con la de los soldados obligados a avanzar y morir bajo el fuego enemigo, sobre un fondo musical insólito: Ghost Riders in the Sky: A Cowboy Legend, una canción vaquera de 1948 que popularizó Johnny Cash, entre otros. Terminada la canción y el montaje, un salto brusco nos lleva hasta el joven Siegfried Sassoon con su uniforme militar, abatido en el banco de una iglesia. La cámara gira en torno a él, mientras sus facciones se transforman gradualmente en las del anciano que llegará a ser, y que de nuevo acude a la iglesia en busca de luz religiosa.
En las dos primeras películas que dirigió, Voces distantes (1988) y El largo día acaba (1992), Terence Davies se acercó a su infancia en Liverpool, guiado por las canciones que se cantaban en el vecindario. Era un buceo personal que sin embargo reclamaba como viajero a cualquier espectador atravesado por parecidos fantasmas. En Benediction la rememoración de una época no se ancla solo en los años de la primera guerra mundial, sino que viaja con los personajes como una especie de desgarro interior del que nunca se desprenderán. Ese rostro, aludido antes, del muchacho que se transforma gradualmente en el anciano se repite en distintas situaciones. Cada ser vivo lo es sobre la línea alargada de la existencia, acumula sobre él, sobre su rostro y su cuerpo cada vez más encorvado, su tiempo, como un palimpsesto que nunca deja de escribirse, y que no olvida sus líneas más decisivas. Davies da entrada explícita en su puesta en escena a una vieja potencia del cine, casi del cinematógrafo: la metamorfosis, fundada por el mago Georges Méliès a finales del XIX frente a la fidelidad documental de los hermanos Lumière. Con ese instrumento elemental y poderoso Siegfried Sassoon es a la vez el joven poeta y el viejo desilusionado, y el cine es capaz de aunar ambos extremos, fundirlos en un único cuerpo en un tiempo nuevo. Hay una escena formidable, casi al final de la película, en la que Siegfried celebra su reciente paternidad con gente cercana. Suena Tea for two en una gramola, y Siegfried toma del talle a su mujer y baila con ella, como cuando se conocieron y se enamoraron. Ese baile contiene otros muchos bailes, y parejas. Detrás de los danzantes hay un espejo que los refleja. La cámara se desentiende de los protagonistas y se va hacia el espejo, penetra en él a la manera de la Alicia de Lewis Carroll y encuentra a Siegfried bailando con parejas anteriores, una tras otra en sucesivas metamorfosis, hasta finalizar con los padres de la criatura de nuevo, pero actualizados en sus cuerpos de cuarenta años después, sin la gracilidad, sin la sonrisa, sin la alegría. El espejo es la representación, el artificio, el vaciado de los cuerpos en pos de sus imágenes flotantes; pero, a la vez, trae la verdad del tiempo, su síntesis, su lección de vida recolectada. “En tu mirada muéstrame la vigilia derrotada de mis días”, recita el narrador desde el poema Invocación de Sassoon.
Terence Davies ha dado pruebas sobradas de que sabe mirar otras épocas sin caer en reducciones fósiles. Lo hizo en sus primeras obras volcándose hacia su memoria, pero luego se abrió con finura al universo de Edith Wharton en La casa de la alegría (2000), o al difícil y espinoso de Emily Dickinson en su obra anterior, Historia de una pasión (2016). Su mirada se carga con la responsabilidad efervescente del discurso que elabora, no con la fidelidad estéril a vidas o situaciones cerradas del pasado. Benediction está atravesada por multitud de vectores que siguen irradiando tensión en la actualidad, desde el pacifismo a la aceptación de la heterodoxia. En el interior de la propia obra, en sus personajes, está inscrito ese compromiso de no disolver los hechos en la anécdota o el olvido. La angustia de la generación que se vio marchitada por la estupidez de la guerra, registrada en sus poesías de trinchera, se percibe con nitidez y hondura en el plano que cierra la película, una nueva metamorfosis entre el anciano y el joven con más de dos minutos de duración sobre un fondo musical de Ralph Vaughan Williams. Ese plano detenido y oscuro, frontal al rostro de Siegfried Sassoon, condensa la vida y las heridas del poeta, nunca cicatrizadas. Pertenece a la estirpe de planos finales que abren más que cierran, que suspenden el final y dilatan la obra. Es el primer plano de Cate Blanchett revolviéndose en un banco en Blue Jasmine (2013), de Woody Allen. O Francisco Rabal con la mirada perdida tras su desconcierto postrero en Nazarín (1959), de Luis Buñuel. El rostro contraído de Jack Lowden bañado en la música sombría de Vaughan se prolonga más allá de su tiempo hacia el anciano que lo avivará muchos años después. Y alcanza al espectador, que lo acoge con largueza en su retina y en su sensibilidad.
(publicado en El Cuaderno digital en julio de 2022)