Recordaba el crítico Marcos Ordóñez en un artículo publicado en El País a la actriz Teresa Madruga, una de las protagonistas de ‘Tabú’, en un papel de treinta años atrás dando vida a Rosa, la joven que en la película de Alain Tanner ‘En la ciudad blanca’ socorre al desorientado marinero encarnado por Bruno Ganz. Una operación de memoria, interior al cine y atravesada por un mismo cuerpo de actriz. Otra película de actualidad, ‘Amor’, permite una evocación semejante: los ancianos fríamente observados por Haneke abren en una escena el álbum de fotos, y allí se dejan ver como en realidad les tenemos guardados en la memoria cinéfila, Enmanuelle Riva regalando su magnetismo y belleza bajo la dirección de Alain Resnais, Jean-Louis Trintignant volviendo a ser el actor imprescindible de aquellos años.
El cine que se construye sobre sí mismo, que se mira al espejo para reescribirse. En otro coletazo distinto la crítica ha descubierto un viejo documental de John Huston de 1946, ‘Let There Be Ligth’, tras las imágenes iniciales de ‘The Master’, la última apuesta de Paul Thomas Anderson. El paso por el psiquiatra del ejército del consumido Joaquin Phoenix reproduce las filmaciones reales de Huston a los soldados enloquecidos que volvían de los frentes dela SegundaGuerraMundial, con los mismos dibujos del test al que son sometidos. Qué mejor fuente que la que alberga el propio cine en una obra que fue retirada y ocultada hasta 1979 por el gobierno estadounidense.
Citas, apuntes parciales, homenajes. El cine que se busca para construir una obra en la que los mimbres del pasado acuden a fortalecer e iluminarse con el arte del presente, frente a la desmemoria que invade a muchos productos de urgencia que pasan por el espectador sin sembrar ni recoger siembras anteriores. Para fortuna de esta revalorización de la larga historia del cine, dos obras estrenadas en este enero de gran altura extienden a toda su concepción y estructura la apoyatura en obras anteriores, dos obras por otra parte bien dispares: la mencionada ‘Tabú’, tercera película del portugués Miguel Gomes, y el esperado western de Quentin Tarantino, ‘Django desencadenado’.
La deuda de Gomes empieza en el título y en las dos partes en que la divide, ‘Paraíso’ y ‘Paraíso perdido’, tomadas de la obra que dirigió F. W. Murnau en 1931, con la colaboración imprescindible de Robert Flaherty. El paralelismo puede extenderse al blanco y negro de la fotografía, a los paisajes virginales, a cierta inocencia de los nativos. Pero lo que asombra en la película de Gomes y la eleva sobre cualquier reconstrucción es el papel que ocupa ese resorte anterior. Porque a diferencia de la película de Murnau, rodada íntegramente en Bora Bora, en los Mares del Sur, la historia de Gomes tiene dos caras, una actual en Lisboa, áspera, dura, asfixiante, y otra volcada en un mundo colonial de sueño, más que de ensueño. El presente es el agotamiento y la negación de ese pasado, sea cual sea su estatuto de realidad, haya existido o pertenezca sin más al fugitivo universo del arte.
“El cine nos propone algo muy bello: creer en las cosas en las que supuestamente no creemos”, afirma Gomes en una entrevista. Ese mundo colonial que traza gobernado por la voz de un narrador cuyas primeras palabras son la de Isaak Dinisen en ‘Lejos de África’ es creíble, tal y como pretende Gomes, por su doble juego de inverosimilitud y verdad. Los niños de hace cincuenta años llevan camisetas de Obama, la música desborda la cronología, los vestidos son de cliché, pero esa ficción desvestida se eleva a necesidad cuando se contrasta con una Lisboa oscura y habitada por ancianos de vida consumida. Y lo que da finalmente a ese sueño el vuelo de la verdad artística es la aventura que guarda detrás, paralela a la que movió Murnau tras el aliento expedicionario de Flaherty. El paisaje de Bora Bora, ya inexistente, es ahora el de ese lugar remoto de Mozambique elevado a categoría abstracta de lo colonial, y traído en un montaje de cine mudo en el que la fotografía ocupa un lugar esencial. Gomes llegó a proponer a su director de fotografía Rui Poças rodarla en super 8, y finalmente se hizo en16 mm. Fracasada la idea de montar un laboratorio ambulante en el rodaje, a la manera de Flaherty, las imágenes un pudieron verse hasta que semanas después un laboratorio alemán las revelase en el último trabajo que realizó antes de cerrar por falta de demanda analógica. El resultado son esos hermosos planos llenos de grano, en una herencia que llega desde ‘Nanouk el esquimal’ y completamente alejada de los sucedáneos que puso de moda ‘The artist’.
El mundo dual de Gomes se funde en un universo único en la propuesta de Tarantino, que se apoya en primera instancia en el spagueti-western, un cine cercano que era a su vez reescritura de un género fundacional. Como suele suceder en las obras de este autor, bajo la epidermis de los homenajes chistosos circula una operación de envergadura, que en ‘Malditos bastardos’ llegaba a cambiar la historia con la muerte de Hitler en un justiciero atentado cinéfilo. ‘Django’ era el título de una película de Sergio Corbucci, y la herencia del subgénero se agota en algún tema musical, la apertura del paisaje, los zoom vertiginosos y poco más. Los estruendosos disparos de Tarantino buscan un blanco distinto, un blanco que va a dejar de ser blanco.
El western clásico quedó cifrado en la célebre sentencia de ‘El hombre que mató a Liberty Valance’: “Cuando la leyenda supera a la realidad, se imprime la leyenda”. De la construcción de la leyenda trata el western, una leyenda que funciona como el cantar de gesta para un país naciente y poderoso, en el que sus juglares son los cineastas del arte que ha impuesto en el mundo. El país quedaba constituido tras la epopeya de la conquista de su espacio y la formación de la ley, exterminando a los salvajes que lo impedían. Era un discurso protagonizado por blancos y anglosajones, protestantes si hacía falta, en el que hispanos y asiáticos eran la anécdota del decorado, y los negros solo aparecían para aprovechar la altura dramática de Woodie Strode, el fiel criado de John Wayne en la película de John Ford.
Tarantino rechaza el monopolio blanco, y disuelve su pureza en la multiplicidad de los que acudieron al Nuevo Mundo, especialmente los más sufrientes y silenciados. El actor elegido para la nueva cabecera es Jamie Foxx, nacido en Texas y con confesada memoria de menosprecios racistas, así que le fue fácil inventar esa mirada retadora de orgullo y dignidad. Desde que irrumpe en la pantalla y consigue un caballo, no dejan de oírse gritos de sorpresa: “¿Qué hace ese negro subido a un caballo?”. Que no se deje ver, que vuelva a la sombra, que le saquen del centro de la absorbente trama que urde Tarantino, que en un gesto definitivo le concede el triunfo final tras la culminación de su venganza, a la manera de Uma Thurman en ‘Kill Bill’. Llevaban toda la historia del cine los negros esperando ese plano final, el mismo trecho inacabable en que ha estado martilleando en la memoria cinéfila el Ku Kux Klan que se había colado sin remisión en ‘El nacimiento de una nación’, para desesperación de los expertos que solo podían celebrar sus méritos gramaticales. Por fin con Tarantino sabemos quién estaba tras sus máscaras de fantoche, y no hay mejor risa que la que devuelve la dignidad a los desposeídos, aunque sea en la tardía historia del cine reescrito.
(publicado en “La sombra del ciprés” el 16 de marzo de 2013)