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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

El latido de mi propia sangre

En las casas de la infancia de Alice Munro había en la puerta una concha de nácar en la que la escritora pegaba el oído, tal vez para sentir el rumor de aquel mar que prometían las caracolas de nuestra niñez. Pero lo que su audición percibía y descubría era “el tremendo latido de mi propia sangre”, palabras con las que cierra su obra ‘La vista desde Castle Rock’.

La propia sangre. La escritora nos tenía habituados en otros libros a lanzar la vista más allá de su cabeza, sin perder la cercanía de lo que conoce bien. Sus relatos agrupados en una docena de colecciones suelen dejarnos seres ocasionales sobre una geografía cierta, la de Canadá en Ontario, en los alrededores del lago Huron donde nació, aunque también es frecuente llegar ala ColumbiaBritánica, a Vancouver o Victoria, donde también ha residido. Los seres que captura tienen pocas raíces, prestos a moverse e irse lejos a poco que el azar empuje en cualquier dirección. Nadie como Munro para pintar vidas prendidas por alfileres en ciudades o pueblos sin vestigios del pasado, en los que los bosques y los animales salvajes todavía no han desaparecido. El país que emerge de sus páginas es reconocible para los ojos de cualquier viajero atento a las calles sin relieve de las ciudades recientes del nuevo mundo y a las vidas que las pueblan, reflejadas certeramente por el cineasta canadiense Atom Egoyan en obras como ‘El liquidador’ o ‘El dulce porvenir’.

Sin embargo, para ‘La vista desde Castle Rock’ la escritora decidió echar mano de un espejo más potente que la incluyera a ella, también a su familia y a su pasado. En la vuelta atrás por uno de sus afluentes sanguíneos regresa a Escocia, al valle ignoto de Ettrick, una región “sin ventajas”, como se anotaba en un registro estadístico de 1799. Allí encuentra pronto las lápidas de sus antepasados, y la áspera geografía que los llevó a obsesionarse con la emigración, tanto que a las luces de las frecuentes borracheras creían ver desde lo alto del castillo de Edimburgo la costa americana. Pero sobre todo descubre los testimonios de sus antepasados: “Tuve suerte, ya que, por lo visto, en cada generación de la familia hubo un aficionado a escribir cartas largas, directas y a veces escandalosas, y a trasladar al papel minuciosos recuerdos”. El tesoro se completa con el envidiable cuidado que los anglosajones ponen en sus registros de nacimientos y defunciones, revistas y publicaciones, memorias de asilos y hospitales, rastros de todo tipo que en la orilla opuesta de nuestro incivil país convierten cualquier búsqueda en una tortura sin resultados.

Toda escritura arranca de la experiencia y se asienta en la documentación, y así sucede en esta obra de Alice Munro, pero la distingue la convicción con la que airea sus fuentes y se funde con ellas. La obra avanza en paralelo al viaje de sus antepasados a través del Atlántico a principios del siglo XIX, un grupo familiar que luego la autora descubre en las lápidas de un cementerio bordeado por la autopista de más tránsito de Canadá. En realidad poco importa que los protagonistas fueran seres de carne y hueso o de papel, que por sus venas fluyera la sangre de Alice Munro o la tinta de la imprenta. Lo que cuenta y decide es la fuerza con la que se están cavando los cimientos de los personajes evanescentes de sus relatos de ficción. La rama escocesa de los Laidlaw debe ganar las nuevas tierras, desboscarlas con fiereza, cortar troncos para sus casas, ingeniárselas para calentarlas sin provocar un incendio, pulir su suelo de fresno, cazar y luchar por un escaño en la escasa sociedad que les rodea. Es la epopeya de la fundación, una epopeya sin héroes pero sí con víctimas y sacrificios impuestos por la vida aún por asentar e inventar en medio de una naturaleza cuya domesticación siempre está comenzando.

El viaje de los Laidlaw escoceses concluye en la propia Munro, protagonista más o menos cierta de los últimos relatos del libro: “Hacía algo cercano a la autobiografía: explorar una vida, mi propia vida, pero no de un modo preciso y riguroso. Me situaba en el centro de ella y escribía sobre esa identidad, de forma tan escrutadora como me era posible”. Lo que al final importa y vale no es el conocimiento de la vida de la escritora, ni tampoco el entorno histórico y fundacional de sus antepasados, sino el alcance de la operación literaria que debe prolongarse hasta conmover los resortes de reconocimiento y evocación del lector, pues la epopeya del asentamiento, de la incesante movilidad tras la casa que nunca se termina de rematar, está escondido en el corazón antropológico y en el pasado olvidado que, a la manera de la anamnesis platónica, solo la gran literatura es capaz de vivificar.

(publicado en La sombra del ciprés el 23 de marzo de 2013)

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