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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

Había algo en el aire

Al hilo de la triunfante exposición de Salvador Dalí en el Reina Sofía no dejan de producirse evocaciones de los años primigenios del pintor, de la Residencia de Estudiantes a la que llegó sin un hervor, de su paso por el grupo de los surrealistas hasta su expulsión; de su compleja relación con Luis Buñuel, definitivamente agostada con la aparición de Gala. Para el exceso de anhelo retrospectivo no hay mejor medicina que la reciente película de Woody Allen, ‘Midnight in París’, que nos descubre que aquel tiempo dorado no se sustentaba en sí mismo sino que vivía bajo la añoranza del esplendor de cincuenta años atrás, y que a su vez en aquel remoto paraíso se suspiraba por otro anterior…

Tal vez el movimiento surrealista sea el perfecto contraejemplo de esa añoranza encadenada. Nació mirando de frente la confrontación y el rechazo, afirmándose en las inexploradas fronteras del inconsciente y la irracionalidad y aupado sobre una época que necesitaba del futuro como horizonte de sus inalcanzables utopías. Resulta llamativo que en la primera mitad del siglo XX, el período más atroz de la historia occidental, saldado con decenas de millones de muertes violentas, se cobije el tiempo de las vanguardias y de las utopías, de que otro mundo, otro arte y otro hombre es posible.

Esa mirada energética y positiva está en los primeros escritos del movimiento surrealista, en sus Manifiestos. Y está en los dos jóvenes españoles que desembarcan en el grupo avalados por su pintura y su cine. Salvador Dalí y Luis Buñuel, amigos desde la milagrosa promoción de la Residencia de Estudiantes, llegan a París con la candidez de la cerrada sociedad española agujereada por el asombro y el atrevimiento de París. El amor y el sexo ocupan las calles con las parejas besándose públicamente, anota Buñuel, que un día ve con estupefacción llegar una mujer completamente desnuda encaramada en un robusto joven envuelto en una túnica asiria a una fiesta que se anuncia como la mayor orgía de la ciudad. El escándalo existía, un escándalo que André Breton consideraba ya inalcanzable en la última conversación que tuvo con el cineasta, hacia 1955.

Había algo en el aire, escribe Buñuel en ese libro imprescindible que es ‘El último suspiro’. Mundos por descubrir, fronteras por franquear, muros que derribar. En pos de ellos los dos amigos se encierran en Figueras para contarse los sueños que turban sus noches: la nube que atraviesa la luna como un cuchillo que rasga un ojo, suelta el cineasta; una mano llena de hormigas, ofrece el pintor. Y con ello emprenden la escritura enfebrecida de un guion cinematográfico al que solo imponen un filtro: el rechazo de cualquier idea que tuviese “una explicación racional, psicológica o cultural”. Nace así ‘Un perro andaluz’, bandera por excelencia del surrealismo cinematográfico pero curiosamente ajena al grupo oficial en su estreno, pues solo su éxito impuso el reclutamiento posterior de sus autores. Y nace con la fuerza definitiva del genio que con el primer gesto que traza hiere para siempre la memoria de quien lo contemple. Hoy en día es casi imposible asistir a una proyección cinematográfica de ‘Un perro andaluz’, en la que además el público no esté avisado de su radicalidad. En los primeros tiempos del cine de Arte y Ensayo, a finales de los sesenta, el corto abría una sesión en el teatro Zorrilla, y todavía se podrá rastrear en el aire de la sala por algún aparato de sensibilidad cuántica el grito horrorizado que lanzaba todo el público en cuanto Buñuel medía con la navaja el ojo de la protagonista, el ojo de los que creían estar a salvo en la butaca. Ningún debut fue ni será así, aunque algunos también se quieran acordar del bebé lechazo de David Lynch o de la oreja torturada de Quentin Tarantino.

Pero no es una obra que se pueda disecar en esa imagen, por virulenta que sea. Muchas otras convenciones saltan por los aires en esta especie de collage en movimiento, empezando por el tiempo narrativo, que desde el convencional “Érase una vez” del arranque sube y baja cifras sin freno, para recalar en un rótulo que anuncia la primavera y finalmente congelarse en la última imagen. Los personajes de rostros fieros y cuerpos voluptuosos se mueven azuzados por un impulso sexual que no es suficiente para llegar al cuerpo deseado, pues hay que arrastrar fardos imposibles como el que atenaza al protagonista, compuesto por un enorme piano, un burro sanguinolento y dos curas salesianos. Los senos solo se logran acariciar en la imaginación. “Amada imaginación, lo que más amo de ti es que jamás perdonas”, escribe André Breton en el primer Manifiesto.

El impacto del estreno en París en 1929 dejó a ambos bajo la protección de los vizcondes de Noailles, mecenas de los artistas de vanguardia de la época. Con el horizonte de una película de mayor metraje financiada por ellos los dos amigos se encierran de nuevo en Figueras, en la navidad de 1929, pero la cercanía de Gala revienta la armonía y es Buñuel el que remata en solitario el guion, con aportaciones mínimas de Dalí. ‘La edad de oro’ trae en su estreno en el otoño de 1930 un escándalo de dimensiones mucho mayores que el cortometraje anterior, y tras seis días de proyecciones con enfrentamientos y protestas dentro y fuera de la sala el prefecto parisino de policía Chiappe (un nombre del que se vengará el cineasta en su obra posterior) prohíbe la película, que no volverá a ser proyectada en cincuenta años. El escándalo tan apreciado por el grupo seguía siendo posible desde esta obra penetrada por una suerte muy especial de humor. Quien odie a los perritos pequineses que ladran agriamente puede darse la satisfacción de ver la patada que les suelta el protagonista, el furioso e inolvidable Gaston Modot, antiguo modelo de Picasso. Quien deteste la colocación de la primera piedra de un monumento por las autoridades (cuyo discurso está a la altura del que lanza Harpo en ‘Una noche en la ópera’), que goce con la interrupción producida por los jadeos de una pareja cercana revolcándose en el lodo. Quien no soporte la charla vacua de una fiesta de alto copete, que espere la mano justiciera que abofetea a la anfitriona por derramar un poco de oporto sobre su pantalón. En fin, quien quiera asomarse al abismo, que atienda a los convincentes gestos con que un padre justifica los dos tiros que acaba de pegarle a su hijo por tirarle el cigarrillo pacientemente liado y encima reírse de su gracia. Qué menos, asienten todos, que ese castigo ejemplar. Qué menos.

La vida llevó por caminos muy distintos a Salvador Dalí y a Luis Buñuel. Apenas si volvieron a coincidir. En ‘La vida secreta de Salvador Dalí’ el pintor calificó a su amigo de ateo, lo que avivó el recuerdo de la parodia sobre Jesucristo y el marqués de Sade que cerraba ‘La edad de oro’, originándole serios problemas en su trabajo del museo de Arte Moderno de Nueva York. Y en sus memorias Buñuel no deja de reconocerle el colosal talento pictórico, pero no puede perdonarle “su exhibicionismo ferozmente egocéntrico, su cínica adhesión al franquismo y sobre todo su odio declarado a la amistad”. Antes, en la juventud que no vuelve, labraron una obra que tantos años después permanece viva, lacerante, distinta en estos tiempos tan distintos.

(publicado en ‘La sombra del ciprés’ el sábado 1 de junio de 2013)

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