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Cine arriesgado (Los condenados)

Con Los condenados Isaki Lacuesta ha logrado poner de su parte a la crítica y a los festivales. En el de San Sebastián de este septiembre se le dio el premio FIPRESCI, y las reseñas críticas han sido en general muy favorables. Una revista del prestigio de Cahiers du Cinema, en su edición española, le da toda la portada, y en las páginas interiores se recorre su obra y sus proyectos en un buen puñado de páginas. El problema, supongo, está del otro lado: el movimiento de la caja. En Valladolid se ha estrenado casi clandestinamente, sólo en un cine y en dos sesiones, negándole la mayoritaria de las ocho. No pasará de la primera semana. En la sesión que estuve, me acompañaba otro espectador.
Es una obra difícil, sí. En un pase televisivo con el mando a distancia en la mano del espectador no aguantaría en la pantalla más de cinco minutos. Requiere concentración y confianza en la obra, espera atenta a que vaya desvelando sus valores, que los tiene. Adopta una forma no muy frecuentada: la parábola, la mirada oblicua y abstacta. Un eco lejano de los Saura del tardofranquismo, y un poco más cercano en las primeras obras de Gutiérrez Aragón. En la actualidad su cómplice podría ser otro director catalan, Marc Recha, pero su obra me parece mucho más sórdida y seca. Pero es oportuno citar el ámbito catalán, donde se cuecen las obras más ambiciosas del cine español actual: Jaime Rosales, Mar Coll, Mercedes Álvarez, José Luis Guerín por delante de todos, y un hilo cercano que también alcanza a Isaki Lacuesta: los estudios sobre el documental que se imparten en la Universidad Pompeu y Fabra, en los que los citados han sido alumnos y profesores.
La película se mueve en un país impreciso, aunque las referencias argentinas son fuertes. Una guerrilla de treinta años atrás, y los supervivientes que se dedican, junto con los jóvenes de una misión universitaria, a desenterrar los cadáveres de los que murieron en algún enfrentamiento. No sólo se buscan cuerpos, sino también memoria, justificaciones, ideologías y jerarquías. Todo va apareciendo con la misma lentitud borrosa que los huesos, diciendo más por lo que se omite que por lo que se muestra. Para ello la cámara trabaja en encuadres muy cercanos: rostros, manos, platos de comida, paisajes claustrofóbicos; y la fotografía va matizando las atmósferas y los sentimientos. Es un trabajo muy riguroso, sin concesiones, marcado por los silencios y los vacíos, en el que el espectador tiene que involucrarse para descubrir las potencialidades de la historia: el paralelismo con ETA y el asesinato de Pertur, por ejemplo; las ideologías finiquitadas de los movimientos guerrilleros; la vigencia de la lucha anticapitalista; el conocimiento de esas luchas de treinta años atrás por las nuevas generaciones, entre las que curiosamente está Isaki Lacuesta con sus 34 años.
Capítulo aparte merecen las interpretaciones de actores (supongo que argentinos) para mí desconocidos. Interpretaciones soberbias,de pequeños detalles, de matices en el rostro, en una mirada, en un cigarro que se apura. La culminación está en un plano de siete minutos que debe quedar en la antología del cine de riesgo: trae el rostro de una chica que se cita durante toda la película, y que al final, cuando aparece, vomita su historia y su sentimiento en un larguísimo primer plano. Ese momento en que se emociona, en que sus ojos se humedecen mientras la voz se quiebra lentamente es inolvidable. Bárbara Lennie es su nombre. Hay que guardarlo.

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