Fernando Trueba no leerá de ninguna manera estas remotas líneas, salvo que mienta como un bellaco en la entrevista que hace unos días publicó El País: “Espero no ser malinterpretado, pero hace como 15 años que yo no leo críticas de cine. Ni sobre mí ni sobre otros. ¿Para qué? Sólo me pueden inducir a error. O provocarme una tristeza innecesaria”. Es una decisión acertada, pues si estos días las leyera la tristeza la tendría asegurada con las críticas de saldo negativo que han acompañado el estreno de El baile de la victoria. Las alegrías le vendrán de otros lados: recaudaciones aceptables, y comienzo de la larga carrera hacia el Oscar.
Un buen amigo me ha quitado de la cabeza el ir a ver la película. “Es un cuento de Navidad, una obra blandengue”, me ha dicho. Y le estoy haciendo caso, pero el consejo también me ha encendido la luz de una comparación con otro director de cuentos navideños al que dejé de frecuentar hace tiempo: José Luis Garci (buen cabreo se ahorra Trueba por no leer este apunte).
Les separan 11 años en su común nacimiento en Madrid, y les une el débil lazo de una barba rala que blanquea sin freno ni tinte. Ambos fraguaron y proyectaron su amor al cine en los comienzos autodidactas de cortometrajes, y en el ejercicio de la crítica. Trueba la hizo en los primeros tiempos de El País, y tuvo un enfrentamiento sonado con otro crítico, Diego Galán, al que llegó a arrojar un cubo de agua a la salida de una proyección (por si acaso, estaré alerta al salir a la calle). Garci la ejerció en varias revistas, fundó incluso una, Nickelodeón, y fue presentador estrella en un cine-fórum de la segunda cadena de atmósfera sombría y severa.
Los dos arrancaron con películas de mucho brío juvenil, que les dieron larga fama que casi alcanza hasta hoy. Asignatura pendiente fue la de Garci en 1977, un emotivo reflejo de las miserias del final del franquismo. Miserias sexuales, miserias sentimentales, miserias políticas, miserias económicas; quien más quien menos se sintió aludido y alcanzado por aquella tragicomedia lúcida y fresca, o así la conserva la memoria. Ópera prima fue la de Trueba, una pirotecnia verbal que arrancaba con el juego de palabras del título y que seguía con los monólogos de Ladoire y Resines, además de repasar, cómo no, las carencias eróticas y vitales de la juventud de principios de los ochenta, el núcleo blando de la movida (el duro se fue a las cunetas).
Garci mantuvo el tono y las esperanzas en las siguientes obras, sobre todo en las dos partes del El crack, en las que entra en sus homenajes particulares al cine negro y al boxeo, al que seguirá el fútbol gijonés en películas posteriores. Y alcanza la cima con el Nóbel cinematográfico de un Oscar para Volver a empezar. Trueba también mantiene el pulso inicial, incluso lo eleva con comedias brillantes, y como su émulo recoge la gloria máxima de Hollywood con Belle Epoque.
Pero en algún momento se jodió el Perú, Zavalita. El dictado de Vargas Llosa yo lo ubicaría en la trayectoria de Garci en el tiempo en que empieza a buscar cobertura literaria de empaque (Pérez Galdós, Mihura, Pérez de Ayala) y cobertura política en el paraguas del PP, cruce del que va saliendo un cine cada vez más conservador y sentimentaloide, filmado en un falso blanco y negro de los cincuenta. Para Trueba la grieta tiene una ubicación más precisa: la problemática aceptación, con todas las prisas, del proyecto que abandona Víctor Erice sobre la novela de Juan Marsé, El embrujo de Shanghai. Una película tan esperada de un director tan especial, si no se culmina, es mejor que quede en proyecto, pero los dineros empeñados del productor atrajeron a Trueba, y de esa niebla salió una obra neutra y decepcionante. El director ya sólo volvió a brillar en los rodajes musicales, y pareció concentrarse más bien en la producción discográfica y en la hostelería gastronómica, hasta llegar al estreno actual.
Un paralelismo es tan fácil de construir como de estropear, y a este segundo verbo encomiendo el final: hay una obra que rompe la comparación, e incluso la filmografía de su director: El sueño del mono loco, realizada por Fernando Trueba en 1989, sin nada que ver con las comedias que la rodean. Pocas obras he visto tan inquietantes como esa, con el actor perfecto para la inquietud, Jeff Goldblum, probado suficientemente en La mosca. Trueba no volvió a alcanzar esas alturas, ni a caminar por esos senderos oscuros. Y Garci en este párrafo no pinta nada.
Acabemos con el principio, la aversión de Trueba a la crítica: “A los críticos les paga una empresa por escribir de cine. Yo hago películas por amor”. Ay, cuántas veces habría que alterar el orden de los factores de la frase anterior. Y cambiar el resultado.