A pesar del paso del tiempo, uno no termina de digerir cómo hace 75 años nuestros antepasados sacaron lo peor de cada uno para tratar de acabar con quien no pensaba igual. Hablo de la guerra civil, de su inicio, de sus bodas de sangre y de platino, esa fecha que ha vuelto a nuestra memoria para protagonizar un verano de forma compartida con la crisis política, económica y social de nuestro tiempo.
Hace diez años, en estas mismas páginas titulaba un artículo ‘La guerra se jubila’. Se cumplían entonces 65 años de la contienda y pueden imaginar que con esa edad –la convencional, hasta ahora, para jubilarse– se explica el titular. Ahora lo releo y me tomo la libertad de extractar algunos párrafos, que considero vigentes: «Dicen que hasta que no muera la última persona que vivió la guerra civil, ésta será no sólo memoria viva, sino también memoria del miedo y del odio. Aún es difícil hablar de un asunto que a muchos nos apasiona, pero en el que entramos con una reserva mental condicionada por lo que nos han contado en la camilla de nuestras casas. Oir decir a mi abuela que en Barcelona le advirtió un señor por la calle que se quitara el sombrero porque no le gustaba a las milicianas o que pasaban por las barricadas entre cadáveres cuando anarquistas y comunistas luchaban por el control de la ciudad, pone los pelos de punta y hace reflexionar y trasladarse a la mentalidad de una época, donde la vida no valía casi nada. En otras camillas, en otras casas, la historia es diferente. En cada camilla, en cada casa, la historia es única e irrepetible. Oir decir que los falangistas recorrían los pueblos de esta provincia y de otras que se inclinaron en esa trágica balanza del lado de los sublevados, para fusilar a quienes no pensaban igual, es también estremecedor».
«…el paso de los años no debe hacer caer en el olvido –que sí en el perdón– las vivencias de quienes sufrieron la guerra fratricida. No es bueno hurgar en la herida, pero tampoco conformarse con decir aquello de que el verano de 1936 está lejos y muchos de sus protagonistas han muerto. El ejercicio de reflexión ha de conducir a la idea de pasión por lo que es nuestro –y la guerra civil, tristemente, es algo muy nuestro– y respeto, mucho respeto por esa mayoría silenciosa que sufrió los avatares de la época. Nadie puede saber lo que padecieron aquellos que no se inclinaban por alguno de los contendientes y observaban aterrorizados como todo su mundo se desmoronaba a su alrededor. La guerra se ha jubilado y, al menos, ha de recibir una pensión digna que le permita vivir en nuestra memoria».
Ya ven que hay ciertas reflexiones que el paso del tiempo no amarillea. Como los recuerdos. Les hablaba de mi abuela Lola Dávila Huguet–que áun vive con 96 años–, que tiene una historia, que como decía hace diez años es como todas: única e irrepetible. Se casó en la mañana del 18 de julio de 1936, en Barcelona; sí, ese fatídico día de hace 75 años. Con las prisas, en vista de las noticias que llegaban de la sublevación en África, el sacerdote le quiso casar con otro señor, un tal Puig; mi abuelo, José Viviano Librado de la Santísima Trinidad Toribio Font un tipo muy alto para la época, sin pelo, serio y con fuerte carácter reaccionó esta vez con suavidad para explicarle al cura que el pretendiente era él. La boda se llevó a cabo, mis abuelos se fueron de viaje de novios a Port de la Selva, en Gerona, y supieron después que la iglesia había sido destrozada esa misma tarde de su boda.
Mi abuelo era hijo del coronel Rafael Toribio, quien era el jefe de la Comandancia de la Guardia Civil en Barcelona. Este murió, en 1934, dos años antes de empezar la guerra, lo que libró a mi familia de un destino fatal; si hubiera vivido y se hubiera sublevado –algo probable, según cuenta el general Mola en sus memorias– la situación hubiera cambiado y quizá yo no estaría aquí contándelos esto.
Mis abuelos pasaron la guerra, como todos los españoles, con el miedo metido en el cuerpo, a la espera de lo peor; en ese tiempo nació mi madre en la calle Provenza, esquina Balmes. Años más tarde y después de tener seis hijos, 26 nietos y más de 60 biznietos, mi abuela dice que el día más feliz de su vida fue a finales de febrero de 1939, cuando las tropas de Franco entraron en Barcelona, porque así terminaba para ella un calvario, años de incertidumbre. Siempre lo ha contado sin odio, seguramente porque el suplicio no tuvo un final trágico. No todas las familias pueden decir lo mismo y, 75 años después, me estremece pensar lo que vivieron todos y, fundamentalmente, los que no pudieron contarlo.