Tenía hoy la intención de contarles una bonita historia con final feliz. Apetece y procede, que acabamos de terminar las fiestas de la ciudad, esas tan suyas que da igual en que día de la semana sea San Pedro, el patrón, que siempre es la última jornada, pase lo que pase. En esta ocasión ha sido viernes y ni por esas, que la jarana no se prolonga el fin de semana, porque los cánones mandan que el 29 finalicen, caiga quien caiga, o mejor dicho, caiga como caiga. Cosas segovianas que me recuerdan a un amigo, Pablo, con unas valiosas hectáreas en Ribera del Duero, junto a grandes bodegas, en las que se niega a tener viñedos. «Mi abuelo plantaba cebada, mi padre plantaba cebada y yo planto cebada». Inasequible e inconmovible, ni con todo el oro que genera la uva de la zona. La tradición es lo primero, como en las fiestas segovianas en las que mi abuelo terminaba las fiestas el día de San Pedro, mi padre, también, y yo no voy a ser diferente. Claro que sí, con aquel par que dice Pérez-Reverte, como les contaba hace una semana.
Pero me desvío de mi intención de contarles un bonita historia, aunque, por cierto, hablando de algo bonito me recuerda otro sucedido que le ocurrió a un amigo y que no es leyenda urbana, a pesar de parecerlo. Estaba en Las Ventas, en una corrida televisada, cuando el realizador, entre toro y toro, se detuvo en él y una señorita que le acompañaba; ambos se hacían arrumacos, confiados en la protección que confiere el anonimato del inmenso Madrid y su enorme coso. Pero el locutor, en un adorno taurino, no se le ocurrió otra cosa que decir «¡qué bonito es el amor¡», mientras la imagen estaba congelada en la pareja. El protagonista volvió a su ciudad y a su casa, como les digo confiado en la inabarcable cantidad de gente que habita y se mueve por la capital del reino. Pero no le esperaba la gloria, sino el ridículo de ver como su mujer le había dejado las maletas a la puerta. Sí, debió pensar, el amor es muy bonito, pero no admite frivolidades.
Ya me he vuelto a desviar. Les había prometido una bonita historia con final feliz, no como la anterior, o eso creo que igual fueron muy felices por separado y el realizador de televisión les hizo un favor. Nunca se sabe. Pero quisiera narrarles historias bonitas y de valientes como la de quienes hacen labores por amor al arte, como de forma literal Gabino Diego en la película ‘La hora de los valientes’, en la que protegía con su vida un cuadro de Goya en el Madrid de la guerra civil. La historia es entrañable, pero no tiene un final feliz para el protagonista, que muere en su empeño, aunque sí para el cuadro que volvería a ser colgado en las paredes del Museo del Prado.
Ya no me aparto más. La bonita historia que quería relatarles es también de valientes –anónimos para mi, no como esos dos amigos de las historias anteriores– y que son esos que trabajan de forma altruista, por amor al arte como en la película. Se me ocurren no ya los voluntarios de cualquier organización, que también, sino esos que usted y yo tenemos al lado, como el concejal de festejos de su pueblo que, sin su entusiasmo, la fiesta sería distinta o no sería; o los que se empecinan en presidir su comunidad de vecinos por voluntad propia y no como son la mayoría por obligación legal; o los responsables de su club social o deportivo, esos contra quienes se emplea el pobre argumento de que solo están por notoriedad.
Esa es la historia que quería referirles, la de valientes cuya hora crítica y difícil es ahora, cuando no hay dinero ni ánimo para organizar actividad alguna dentro de una entidad o colectivo. Son héroes próximos, frente a quienes, miserables, como decía Machado de Castilla, desprecian cuanto ignoran y no mueven un dedo.