Entre las inescrutables dolencias de nuestro tiempo hay algunas que aparecen y desaparecen de forma estacional, como los productos de temporada. Y en este catálogo, siento debilidad por el llamado síndrome postvacacional, un estado de ánimo que puede convertirse en patología. Vamos, que después de la vida sin rutina, de llenarse de arena en la playa, de atiborrarse a limonada en las fiestas del pueblo o de lo que cada cual haga, considere o le venga en gana, volver a la normalidad le cuesta a uno tanto que a veces degenera en enfermedad.
Mañana lunes vendrá el simpático síndrome a despertar a muchos. Bueno ¿muchos he dicho? Menos, cada vez menos, por culpa del asqueroso paro, eso que en lugar de una enfermedad es una epidemia, una plaga bíblica que solo un milagro parece poder detener. Y cuando suene el despertador el afectado comenzará a sentir los primeros síntomas, un cosquilleo en el estómago que convertirá en un bostezo eterno para acto seguido cogerse un cabreo espantoso. Hostil, irritable e, incluso, con ira, se dirigirá a la ‘cueva’–así denominará el trabajo conforme vaya creciendo su enfado– en la que se reencontrará con otros osos y osas en su situación, amén de algunos a los que el síndrome ya visitó cuando regresaron para trabajar en el siempre productivo mes de agosto después de un julio magnífico.
Los saludos serán algo fríos, que no tengo el cuerpo para bromas tras el madrugón. A continuación, llegará el reencuentro con el espacio, con esa mesa que dejó tan recogida y que invita a decir dónde narices puse este papel. Pasará el tiempo y mirará que ha llegado el momento del receso. Y aquí ya vendrá la conversación, algo más de relajación y la melancolía de esos momentos de ocio que ya parecen perderse en la noche de los tiempos. Después de contar entre poco y nada del veraneo para evitar malentendidos e innecesarias envidias, alguien propondrá la frase hecha, el topicazo, el no va más de la originalidad: «cada año cuesta más volver».
Y a partir de aquí todo dará un giro inesperado.
-«Bueno, por lo menos hemos vuelto», dirá el pesimista para rematar el realista extremo: «al menos no nos han movido la silla».
La frase hará reflexionar a más de uno y con aire de enterado dará una vuelta más de tuerca: «y encima lo del IVA».
La conversación irá subiendo de tono entre referencias a la maldita hora en la que voté a estos tíos y recuerdos a sus familias, mientras el rey de las tecnologías desgranará los casos en los que la subida del aclamado impuesto han sido más lacerantes: «Pues oye, las flores, las entradas de cine y hasta las peluquerías, menudo subidón», desglosará sin olvidarse de las funerarias, «que ya no puede uno ni morirse».
-«Y ¿qué me decís de los libros del cole? ¿también les suben el IVA, no?», preguntará el abrumado.
– «No, es el material, como los bolígrafos, cuadernos, plastilina…»
– «Buf, la plastilina, qué pasada, aunque bueno creo que no lo piden», tratará de convencerse.
Terminada la jornada, al salir de la cueva y llegar a casa, el cosquilleo postvacacional se habrá tornada en indignación por tanto tipo impositivo; los dolores por la pérdida del paraíso estival se diluirán para pasar a convertirse en un síndrome prevacacional, ese que, aún sin estar catalogado como patología, puede perfectamente consistir en las ganas de salir corriendo para alcanzar no sé sabe muy bien qué meta, pero una en la que rebobinemos y no haya ni IVA, ni prima de riesgo, ni recortes. Bienvenidos a la realidad.