Hace unos años, cuando el ¡a por ellos¡ comenzaba a reinar en los recintos deportivos, a la inmensa mayoría se le escapaba que el grito es y tiene un origen segoviano y, más en concreto, cuellarano. Sí, que de la histórica villa, nació la jota, convertida luego por estas cosas del destino en una voz de ánimo en el deporte. Curioso, desde luego, como lo es explicarlo fuera de los límites provinciales de dónde viene y que, para disgusto de antitaurinos, es como si se pusiera de moda un pasodoble en los campos, pistas y pabellones. Porque taurino y muy taurino es, pese a quien le pese.
Y si el ¡a por ellos¡ se ha metido en los lugares más recónditos del suelo patrio, incluso de fuera, gracias al deporte –¿a quién se le ocurriría cantarlo por primera vez en un estadio?– introducido y arraigado está el mundo del toro en esta tierra. En la mayoría de los más de dos centenares de municipios, el toro es el alma de la fiesta, el motivo y el ídolo, el centro y la estrella, por encima de la gastronomía o de la música, otras de las patas de cualquier fiesta de pueblo que se precie. Y precisamente entre todos, Cuéllar, la cuna del ¡a por ellos! se lleva la palma, con los encierros más antiguos de España y una pasión por todo lo taurino que bordea la obsesión. Tal es el gusto que casi cada cuellarano parece llevar sangre de toro y torero dentro.
La afición y la idolatría de los cuellaranos por esta fiesta es digna, pero como en todos los órdenes de la vida necesita una ponderación, una mesura que impida pasar los límites que toda actividad o sentimiento ha de poseer para impedir que se convierta en un riesgo. Así ha ocurrido en las últimas fiestas en las que un solo dato debe hacer reflexionar: prácticamente la decena de heridos de consideración en sus históricos encierros por el campo son personas mayores, algunas ancianas. Para meditar, creo. La explicación está en la raigambre de la fiesta, en eso de ‘lo he hecho toda la vida y nunca me ha pasado nada’. Sin embargo, no sirve. Es algo inaudito ver las talanqueras infestadas de personas con escasa movilidad; de personas que por la edad quizá hasta necesiten ayuda el resto del año. Pero, no, en sus fiestas nunca pasa nada y esperan el paso de la manada desde un lugar peligroso, una ubicación en la que no se pondría ni un torero profesional, ni un tipo de gimnasio y con dotes para la actividad física.
La solución es complicada, porque díganme cómo se convence a quien ha hecho siempre algo que deje de hacerlo, porque ahora no tiene ni edad ni cuerpo. Difícil, claro, pero algo habrá que pensar, porque me temo que los encierros que estos días jalonan toda la provincia se lleven por delante a más ancianos que, cachava en mano, no perciben que el paso del tiempo es implacable, aunque estés en tu pueblo y en el sitio de siempre. Que el ¡a por ellos! es solo un grito deportivo, una frase de una jota, una tradición de entusiasmo y que no puede confundirnos e impedir que veamos que ya no somos lo que éramos: jóvenes, audaces y flexibles para saltar una y mil talanqueras.
Lo que sí podemos hacer –además de ser prudentes, mirarnos el dni antes de nada y calibrar las condiciones físicas–, es bajar a otros ruedos, brincar por encima de otras vallas y vociferar a los cuatro vientos a quienes nos hacen la vida imposible un ¡a por ellos! dentro de nuestras posibilidades, esas que ha de conocer cada uno. Lo demás es arriesgar de una forma mezquina y lejos de conducir a la gloria, al reconocimiento social, nos llevará a una ambulancia. ¡A por ellos! sí, que son pocos y cobardes, pero con cabeza.