Sostenía Garrigues Walker hace una semana en Segovia en un debate sobre la globalización que no hay líderes. El jurista era rotundo y el auditorio asentía y seguro que pensaba en sus políticos cercanos, esos de andar por casa, que no quieren líos no vaya a ser que no salgan en la siguiente foto. Estamos sin líderes, tanto en las poltronas, con blanditos al estilo Winnie the Pooh, como en la calle, donde nadie toma la iniciativa en unos movimientos de protesta tan heterogéneos que para la mayoría de los mortales es imposible saber qué proponen, cuándo y cómo.
Aquí parece que hay no solo un déficit de personas que encabecen y encaucen las quejas en ese batuburrillo que afortunadamente siempre es la calle, sino que, lo más preocupante, es que los de la política oficial no quieren afrontar la realidad. Los tipos estos del Gobierno, los del invento de las comunidades autónomas –antes autonomías y no me digan el porqué del cambio de nombre– y todos aquellos que rigen nuestro destino con gran sacrificio están, una vez más, fuera de sitio. Vaya, que los fulanos y su femenino correspondiente no se enteran o no quieren enterarse por dónde les da el aire.
Claro que no hay líderes, señor Garrigues; cómo va a haberlos si el lelo de cada familia, de cada aula, de cada centro de trabajo, termina dedicándose a la política y a sus sucedáneos; cómo va a haberlos si los competentes no quieren ni oir hablar del desprestigiado oficio de servir al pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Imposible encontrar a alguien en su sano juicio que desee estar en el mismo saco que tantos y tantos desahogados que campan por los sillones de instituciones.
Y no hay líderes, señor Garrigues, porque esos políticos y usted, ustedes y yo estamos en otros universos intelectuales y, sobre todo, morales. Que a nadie se le ocurre meterse en estos ‘fregaos’ de varios estropajos para acabar vilipendiado por los contrarios y traicionado por los propios. Y así no hay manera de fraguar un líder, alguien con sentido de Estado, ese con ascendencia sobre los demás, con empatía para que funcione una organización humana. En los partidos grandes porque son alérgicos a las caras nuevas y, en los pequeños, porque irrumpen pero no llegan y son eso, pequeños.
Visto el panorama, a uno le queda la única salida de ser neutral, de hacerse el sueco para no oir tonterías y el suizo para mantenerse al margen. Uno se hace sueco-suizo y arreglada toda esta desazón. Pero no es tan fácil. Lo de sueco porque es difícil ahora ser rubio, alto y con los ojos azules, su descripción tradicional. Y lo de suizo es complicado porque casi todo lo deciden con un referéndum. Por cierto, el último ha sido sobre una propuesta para prohibir que se fume en espacios públicos. Creerán que los suizos, tan civilizados ellos y tan a la última, habrán decidido que no se fuma en lugar alguno, ni en el pico más apartado de los Alpes. Pues se equivocan. Dos tercios han dicho que nada de prohibir echar humo y que el pitillo puede encenderse en sitios especiales de grandes recintos y que los bares y restaurantes hagan lo que les convenga para mayor gloria de sus clientes.
Ya ven que a los suizos, a quienes nadie gana en amor por la democracia, son sorprendentes y en esto del tabaco son líderes en llevar la contraria. Quizá estén buscando un líder que, cigarrillo en mano, convenza. Los suizos, como sus relojes, son muy precisos y donde ponen el ojo, van y encuentran un líder, ya sea entre los políticos o entre los manifestantes callejeros que da igual, que para eso son tan neutrales.