Vivimos unos momentos duros, pero no más difíciles que los que soportaron nuestros abuelos o nuestros padres. Comparar lo que sufrimos ahora por tenernos que dar de baja de la televisión de pago o aguantar con el mismo vehículo más de lo deseado para ahorrar unos euros es un insulto a quienes nos precedieron en esta carrera de obstáculos. La situación es complicada para muchos, pero aún se hace más porque en los últimos años hemos convertido la sociedad en bobalicona, en un conjunto de ‘pocovales’, si me permiten la expresión, de flojos que nos ahogamos en un vaso de agua aunque llevemos flotador.
Pasamos malos ratos, que duda cabe, al ver que millones de ciudadanos no tienen empleo ni perspectiva de encontrarlo, entre ellos personas cercanas o nosotros mismos; y padecemos toda suerte de angustias al ver que nuestro nivel de vida se desliza por una pendiente que parece no tener fin y que nuestro bienestar se diluye. Pero aún así, nada comparado con la guerra, postguerra o emigración por poner hitos de sufrimiento de recientes antepasados. Lo nuestro son quejas de niños malcriados, memeces al lado de otros tiempos donde ser pobre significaba morir de hambre y no, como ahora, que es quedarse sin la última novedad tecnológica o sin vacaciones.
Dirán que aquello pasó y lo importante es lo que cada uno vive, el presente. Cierto, pero solo quiero llamar la atención sobre lo necesario que es relativizar las desgracias, los momentos amargos, en una sociedad tan estúpida como la que hemos creado. Debemos restar importancia a los desconsuelos por salud mental y con razones que no levanten suspicacias entre quienes tienen o han tenido –nuestros ascendientes– problemas con seguridad más graves que los que ahora nos agobian. El argumentario ha de ser sólido y no sirve el de primer curso de excusas.
Porque en esto de las justificaciones hay avezados maestros, muchos de ellos concentrados en algunos sectores propensos a las evasivas, como los deportistas profesionales o los benditos políticos. Aquello de que el campo estaba en mal estado o que no se ha adaptado al fútbol español –como si viniera de un lugar en el que se juega con otras reglas o con un balón cuadrado – es de primero de excusas. Y más sangrante es el mundo de los políticos. Aquí los pretextos a veces son de parvulario de disculpas. Que si Bruselas, que si los taimados especuladores financieros que nos tienen manía, argumento este que los estudiantes se empeñan en decir generación tras generación de los profesores cuando reciben un suspenso.
En nuestra bienaventurada Segovia, hay excusas eternas y burdas, de primer día del primer curso. Desde alegar que el tráfico no hay quien lo arregle porque a los romanos se les ocurrió plantar un acueducto en el medio hasta, ya más reciente, aducir que la antigua Caja Segovia abonó millones de euros para prejubilaciones con la razón de «retener el talento» de unos directivos a los que, precisamente, les pagaban para irse, en un pretexto increíble.
Desde que se inventaron las excusas, se acabaron los tontos, repite un amigo cada vez que alguien argumenta de forma pueril. Y en esta sociedad tan majadera que hemos alimentado, ya no hay idiotas porque han aprendido a justificarse. Aunque sea con tontas razones de primero de excusas.