Hay asuntos que son más difíciles que sucedan que un camello pase por el ojo de una aguja. O que un rico entre en el reino de Dios, por completar la frase bíblica. Ejemplos son multitud y seguro que se les ocurren muchos. Desde que los jugadores de fútbol no traten de engañar al árbitro hasta que los políticos antepongan a otras cosas la vocación de servicio, esa virtud de la que tanto presumen y de la que muchas veces carecen. O que los abogados hablen en términos cristianos, los médicos tengan una caligrafía legible o los funcionarios no hagan un receso a media mañana para el almuerzo o lo que consideren.
Son lugares comunes –algunos injustos como todas las generalizaciones– que nos acompañan sin que podamos desprendernos de su olor a pura realidad. Y uno de estos asuntos que parecen imposibles de derivar a otro camino es que los adolescentes recojan su habitación, los vasos que manchan, los calcetines en medio del pasillo o la mochila en el recibidor, a ver si alguien se tropieza y nos reimos todos un rato. Son batallas cotidianas en los hogares en las que terminas firmando primero un armisticio y, al final, una rendición total e incondicional, en vista de la terquedad del adversario y sus angelicales años de pavo, pava, pavito o pavita, que aquí no hay distinciones por el sexo del rebelde o la revoltosa.
Es guerra perdida pues que, en general, mantengan un mínimo orden en casa como para que limpien lo que ensucian después de un botellón, tal y como ha propuesto la alcaldesa de Segovia. Misión imposible se antoja aunque se presume la buena fe de la idea que, por otra parte, nace viciada ya que de un hecho ilegal como es beber en la calle difícilmente puede crearse una norma para regular sus consecuencias. Es como buscar al autor de un crimen para que limpie la sangre y obviar el hecho del que emana. Seguro que diría que es inocente y que, por tanto, recoja los restos el sursuncorda.
Y eso es con toda probabilidad lo que argumentarían muchos jóvenes amigos de estas reuniones callejeras. Qué se busquen a otro, que yo no he sido, que ni bebo, ni fumo, ni como pipas y cuando lo hago –Dios no lo permita– utilizo las papeleras con tanta fruición que algún día me contrataran en el servicio municipal de limpieza. Porque a mí a aseadito no me gana nadie, que siempre he sido muy seguidor del hombre blanco de Colón, ese tipo que también tuvo la genial ocurrencia de descubrir América.
La idea parece bienintencionada, pero su acomodo a la legalidad y, sobre todo, su ejecución es el caso bíblico del camello, la aguja, los ricos y el Reino de los Cielos, como les decía. Y en el hipotético caso de que los jóvenes y los menos jóvenes –esto es ya más improbable– acepten el asunto sin necesidad de requerimiento policial, a ver quien es el líder de la manada que decide que uno recoge y otro, no. ¿Harán una asamblea, con votación incluida, o directamente se lo endosarán al tontorrón o bobalicona de la pandilla? Me gustaría ver ese proceso de toma de decisiones que, me temo, puede acabar como las sesiones del parlamento de Ucrania. A pesar de todo confiemos en la naturaleza humana, siempre generosa. Aunque de nuestros congéneres yo en esto me fiaría de los barrenderos que, sospecho, serán quienes limpien las calles y nuestras conciencias.