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Jaime Rojas

La canaleja, crónica social de Segovia

País de ingratos

Es lugar común que el pecado capital de los españolitos es la envidia. Así nos lo han contado y así todos hemos podido cometerlo o sufrirlo o ambas cosas, que uno puede pasar de envidiado a envidioso o al revés casi sin apreciarlo. Quien tiene el pelo liso lo quiere rizado y lo contrario es lo que repetía una y otra vez el peluquero al que iba ya hace muchos años. Explicaba de esta manera tan propia de su profesión que todos ansiamos lo del vecino, vicio con el que convivimos desde la cuna y que forma parte destacada en nuestra sociología.
Y desde luego de los siete pecados es el más tonto por una razón obvia: nada te reporta. Envidiar al otro carece de rentabilidad e, incluso, es contraproducente porque el envidiado suele sufrir menos que el envidioso. Los otros vicios, esos sí, pueden darte algo. Con la lujuria y la gula te pones morado; con la pereza vives que crujes, como con la avaricia; y con la soberbia y la ira tu ego puede verse alimentado. Pero con la envidia, nada de nada.
Somos un país en general de envidiosos, vale aceptado, pero ahora aún más de ingratos. Ya envidiamos menos al vecino, porque está peor que uno mismo y nada hay que envidiarle al pobre. Y vista la situación pasamos a la siguiente fase que es ser unos desagradecidos. Aquí también el placer es nulo, pero lo hacemos con insistencia. Ejemplos todos los días y para no irnos lejos el Rey Juan Carlos y la selección de fútbol son dos termómetros que miden lo olvidadizos que somos.
Nos quedamos con el asunto del elefante o del yerno amante del dinero o con el ridículo futbolero de los últimos días en el Mundial, después de años de éxito. No miramos por el retrovisor y enterramos en el fondo de nuestra memoria lo que hicieron quienes ahora pasan por mal momento. Gratitud nula y mucha mala leche es lo que hay.  Olvidamos pues con una inquietante facilidad y menoscabamos el prestigio de quienes nos han puesto en el mapa y nos han hecho la vida más justa en un caso y, más agradable, en el otro.
Y el vicio no es de ahora, lo padecieron también quienes precedieron a los árboles caídos de nuestro tiempo. Decía un amigo hace unos días que todas las naciones honran a sus héroes, a los que alguna vez realizaron algo extraordinario por los demás. Menos aquí, donde no sabemos ni donde está enterrado Cervantes. No me imagino esta búsqueda –algo peliculera, por cierto– en otro lugar del mundo. Y después de cinco siglos para más inri y nunca mejor dicho.
Olvidamos a los nuestros como aquí, en la también ingrata Segovia, se ha hecho con personas que un día ayudaron a que hoy seamos mejores. Es el caso del periodista y escritor José Rodao, sobre el que mi colega en este diario y amigo Carlos Álvaro ha escrito una biografía. ¿Por qué le ha cubierto el manto de la desmemoria? se preguntaba algo turbado, queriendo encontrar razones donde solo hay eso, ingratitud.
Tranquilo Carlos que aún hay gente que trata de saber cómo hemos llegado aquí y qué hacían los que nos precedieron. Lo demostró la sala repleta en una hora en la que jugaba Brasil. Ellos eran millones y nosotros doscientos, pero agradecidos a que un tipo de Cantalejo hiciera odas a la morcilla y el botijo, en lugar de filigranas con el balón, por cierto bastante aburridas hasta para futboleros confesos como tú y yo.

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Sobre el autor

Jaime Rojas, delegado de El Norte de Castilla en Segovia, nos contará, todos los domingos, la crónica social de Segovia, capital y provincia.


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