Leí hace unos días una entrevista con la directora de cine Isabel Coixet, en la que además de mostrar el amor profundo por su oficio y todo lo que le rodea, analizaba las películas que han marcado su vida. Una de ellas era ‘El verdugo’, la deliciosa berlangada de humor negro de los sesenta con el gran Pepe Isbert al mando, como en ‘Bienvenido, Mister Marshall’. Y era clara y atinada: si la película no hubiera sido española se consideraría una obra maestra.
Duele leer esto, aunque ya lo hayamos oído de boca de tantos. Uno no se acostumbra a ser nacional de un país cuya cultura y aportación a la humanidad siempre se ha despreciado y aún continúa haciéndose. Cabrea que lo hagan otros, pero todavía más que seamos nosotros mismos con nuestros mecanismos y nuestros eternos complejines quienes ejerzamos de implacables críticos con todo lo que suene a español. Una lástima y una injusticia esa manera de flagelarnos por vaya usted a saber qué razones históricas. O por ninguna razón, que es lo más probable.
Y no solo es el cine, del que ya me han leído que si hubiéramos tenido un Hollywood por ejemplo la conquista de América sería la mayor epopeya jamás contada. Pero, no, las pesetas no han dado lo que los dólares y tenemos que aguantarnos con que otros relaten sus historias y obvien la variada y muy peliculera trayectoria histórica de España. En otras artes y oficios también nos han ninguneado, como en el fútbol hasta que Iniesta marcó su famoso gol; ya saben que un jugador a un club español le cuesta más si tiene apellido brasileño o alemán, que si se llama Pedro o Luis. Es el márquetin, agudizado por el empeño de algunos en que los futbolistas vendan camisetas y no que marquen goles. Son los nuevos tiempos.
Si el desdén hacia lo nuestro es evidente e inmemorial, aún más si nos situamos en la vieja Castilla. Aquí ya es superlativo. Un disparate lo poco que nos queremos y lo mucho que nos torturamos. Lo nuestro no solo es malo, sino lo peor. Reconocer el triunfo de un paisano o admitir que aquí tenemos los mejores alimentos y empresas punteras que los transforman, por ejemplo, o unos servicios públicos que, en general, funcionan razonablemente bien nos cuesta Dios y ayuda. Parece que nos apura presumir de los éxitos propios y nos deslumbra todo lo que viene de fuera, en un ejercicio absurdo de paletismo.
Y si continuamos en el descenso a lo más local, aquí en nuestra Segovia existen ejemplos para aburrir, aunque me quedo con uno: el de los sumilleres. No es que sean buenos, son los mejores en un país donde el vino es fundamental y un producto de cada rincón, lo que aumenta aún más el mérito. La sumillería –como les gusta decir a ellos– segoviana es espejo para las demás, en un mundo que, supongo, tendrá como en todos sus envidias y sus dulces puñaladas.
Ir a un restaurante o a una cata y que alguno de estos locos del vino te guíe en la elección o en la degustación es una delicia, un placer que, me temo, aprecian más fuera que dentro, como pasa siempre. Quizá no sea tanto como desprecio, pero seguro que algún desaire han sufrido por ser del terruño. Claro que si se hubieran apellidado Parker ahora serían estudiados en las universidades. Son caprichos de la cigüeña, que tuvo la idea de dejarlos aquí y no en Baltimore.