Hoy quiero escribir para que me lean, por ejemplo, dentro de treinta años. Claro que siempre que no hayan destruido todo lo que huela a papel, que la obsesión por enterrarlo es de tratado médico. Espero que entonces, en el lejano 2045, me tomen por un Orwell o un Verne de provincias que se anticipó a lo que estaba por llegar y no por un tipo que falló en su diagnóstico y en su previsión. Ya lo comentaremos cuando venga el día si el tiempo me dio o no la razón.
El asunto del que quería hablar, no se asusten, es de los nuestros, de andar por esta casa segoviana, de algo sobre lo que estoy convencido también tienen criterio, requisito conveniente para el articulista si quiere suscitar el interés del lector. Se trata de la estación de autobuses de Segovia o, de forma más técnica, el apeadero donde suben y bajan pasajeros de los –¿recuerdan?– antes llamados coches de línea. Ahora en la vieja instalación se acomete el desmontaje de su marquesina por resolución judicial y está previsto llevar a cabo su reforma a principos del año próximo.
Hasta ahí y a pesar de las molestias a los usuarios por la obra, obvias por otra parte, todo normal. Cientos de estudiantes y trabajadores van y vienen todos los días a Madrid y otros tantos se desplazan a los pueblos de la provincia. El lugar es modesto, con sus inconvenientes e imperfecciones, pero posee un valor insuperable: su ubicación. En pleno centro de la ciudad, los viajeros se bajan del vehículo y en un minuto ya atisban el Acueducto. Útil y cómodo para todos, turistas y los que vivimos en esta tierra.
Sin embargo, como sucede en muchas ocasiones, cuando algo funciona siempre viene alguien a modificarlo. Es la naturaleza humana y, sobre todo, la de los políticos. Si el negocio de mi padre va viento en popa, yo con mis conocimientos de máster y postmáster pues lo cambio. Y llega el batacazo, el rechinar de dientes por no haberlo dejado quieto. Con la estación de autobuses ocurre lo mismo: saben que su situación es imposible de mejorar pero aún así quieren trasladarla.
Esto de alejarse del centro es una chicharra que obedece a motivos que no alcanzo a comprender. Y además la dichosa idea se ceba con las ciudades pequeñas como ha ocurrido con el tren de alta velocidad. En estas poblaciones se ha desalojado las estaciones del casco urbano para colocarlas, como en el caso de Segovia, en medio de la nada. Y al contrario, en las grandes ciudades la ubicación permanece céntrica, decisión que ha sido base de su éxito respecto a otros medios de transporte.
Aquí se pretende reincidir en el error y poner los autobuses a la fuga, como el tren. La propuesta es que ambas estaciones estén cerca y además próximas al CAT, ese edificio millonario de nunca acabar también en pleno centro del mismísimo campo. No aprendemos y tropezamos en el mismo bache. Ya me imagino a los sufridos madrugadores que se desplazan a trabajar o estudiar a Madrid haciendo transbordo como si viviéramos en una gran urbe. O a los jubilados que vienen al médico desde el pueblo deambulando por las afueras hasta llegar al destino.
Pero no se apuren que este autobús parece que se retrasará porque los políticos metidos en el asunto se han dado entre ellos largas cambiadas para aplazarlo a final de legislatura y más allá. Y así cuando leamos esto dentro de esos treinta años que les decía es probable que la estación siga en el mismo sitio y, si decidieron cambiarla y ha triunfado, quítenme la razón y lo bailado.