Desconozco cuántos de ustedes saben quien era Manolita Chen. De mi edad hacia abajo es posible que prácticamente nadie haya sabido de su existencia y de mis cincuenta y algún palos hacia arriba seguro que muchos. O no tantos, porque Manuela Fernández Pérez, que así se llamaba, fue estrella en una época en la que la televisión estaba en pañales.
La vedete representó el atrevimiento en una época oscura, cuando el franquismo gobernaba las instituciones y la moral de la sociedad con puño de hierro. Se casó con un chino lanzador de cuchillos –de ahí su apellido artístico– en la posguerra del hambre y creó con su marido el Teatro Chino que recorrió todos los rincones de España. Su espectáculo pecaminoso, con bailes sexuales que salvaban la censura, despertó la imaginación de unos españolitos abocados a misa de doce y a cine vigilado por la larga sombra de los censores.
Con los nuevos tiempos de la democracia la insinuación cambió por un erotismo explícito y lo que hacía Manolita Chen dejó de interesar a los nuevas y también a las viejas generaciones. La artista cayó en el olvido más absoluto y murió a principios de este año que ahora expira, sola, en una residencia de ancianos. Únicamente siete personas acudieron a su entierro en un ejemplo evidente de que de la fama a la desmemoria se pasa de una manera abrupta. Paradojas de la vida, a Manolita Chen le perjudicó el final de la censura, como le pasó al Gran Wyoming cuando dejó de gobernar Aznar: se quedaron sin argumentos.
Les cuento esta historia porque me subleva la indolencia ante lo que fuimos y la exaltación de lo que somos, como si siempre hubiéramos vivido así, entre comodidades propias de esta época. Practicamos el olvido con quienes una vez fueron pioneros, punta de lanza de los cambios y valientes. Y Manolita Chen, aunque les parezca frívolo, lo fue, arriesgó, como lo hicieron otros artistas durante la dictadura. Ahora es más fácil ser provocador, transgredir, aunque con cuidado porque hay muchos censores a los que no ves venir, en esta sociedad a la que ya tantas veces he calificado desde aquí de bobalicona.
Manolita Chen nos dejó como lo hicieron otros , algo que podrán comprobar en los resúmenes del año que están al caer en todos los medios de comunicación. Siempre me fijo en eso, en el gran obituario anual, y aunque pudiera parecer morbo es más interés por saber la pequeña historia de los que se van. Y en este 2017, por ejemplo, se apagó la luz para Palomo Linares o Ángel Nieto, el torero y el motociclista que triunfaron en el tardofranquismo. O Chiquito de la Calzada, estrella ya en democracia. Pero a ellos les dedicamos un tiempo, un qué lástima, no como a Manolita, la valiente olvidada.
Sus chotis y pasodobles cargados de erotismo levantaron el ánimo de una generación, ya casi desaparecida, y eso merece un respeto y unas líneas sobre alguien de la que nunca imaginé iba a escribir. Pero es Navidad, uno se pone sensiblero, justiciero y melancólico. Y aunque nunca vi un espectáculo de Manolita, me hubiera gustado ser el octavo asistente a su entierro. Para darle las gracias en nombre de nuestros ascendientes que ya no pueden hacerlo.