Contaba un taxista esta semana en Madrid que este año Fitur no tenía chicha y mucho menos, limoná. Que en la jornada de inauguración no había atascos en el recinto ferial y eso era un indicio suficiente para augurar un fracaso de la feria. Y echaba la culpa a internet, a que la gente ya no va a los sitios y lo resuelve todo de manera telemática. «Cualquier día me quedo en casa y mando el coche a trabajar solo. Pero que luego me traiga la recaudación, claro», aseguraba mientras maldecía el tráfico en la Castellana, un clásico de todo taxista madrileño.
No sé si ha sido así, lo del pinchazo de Fitur, y si mi eventual amigo habrá conseguido muchas carreras a la feria, pero lo evidente es la sustitución de lo presencial por lo virtual. «¡Si hasta quieren hacer al Puigdemont presidente por televisión¡» se explayaba el taxista en su argumentación, sin entrar, por fortuna, en consideraciones políticas, también otro clásico del oficio. Porque ya temía e imaginaba los exabruptos, mientras yo argumentaba que sería mejor para mi profesión que el fugado expresident regresara a sus países catalanes de incógnito, con peluca y gabardina al estilo Carrillo, y accediera al ya familiar Parlament agazapado en el maletero de un coche y se sentara en un escaño, al tiempo que se desprendía de su disfraz. Se convertiría en un episodio fantástico del novelado asunto catalán.
Pero este final de la conversación no se produjo, supongo que porque la carrera fue corta. Y ya fuera del alcance del taxista, pensé que esta gente es un termómetro económico y no debía desdeñar su opinión. Y valoré que igual Fitur es una fórmula acabada, que quién narices va a hacer turismo en una feria de turismo y cargarse de folletos de lugares que no tiene la más mínima posibilidad –ni intención– de conocer aunque viva siete vidas de cien años cada una. Que es más cómodo y barato darse un paseo por internet que hacerlo por los pabellones entre codazos y con una mezcla de ruidos para echarse a temblar.
Pero allí están todos y nadie falta a la cita. Inventando algún tipo de turismo que no se le haya ocurrido a los demás, en una competición por idear atractivos turísticos novedosos y que la gallina ponga más huevos de oro. Y Segovia también se ha unido a la carrera de propuestas diferentes: en la ciudad que se visiten más los pequeños grandes museos y en la provincia que se haga enoturismo en bicicleta –no sé que opinará la DGT de esto, de catar vinos y después montar en bici– o senderismo nocturno.
Y claro ya estoy viendo a la familia como mientras pasea por Fitur, para fastidiar al taxista, se para en Segovia después de visitar en imágenes las Maldivas o el Gran Cañón del Colorado y se encuentra con que aquí se viene a ver museos o a dar pedales entre vino y vino. Y que tiemblen el Acueducto, el Alcázar y todas las piedras de las iglesias. O el mismísimo cochinillo. Y que lo hagan también las calles empedradas de Pedraza o los miradores de Sepúlveda.
La familia no comprenderá lo que ocurre y pensará que se han equivocado. Que en internet Segovia es otra cosa o eso habían entedido. Y el taxista habrá ganado y el turismo virtual, también.