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Jaime Rojas

La canaleja, crónica social de Segovia

Un niño en la plaza

 

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Ocurrió hace unos años, exactamente los que median entre el tiempo en que mis hijas mellizas eran bebés y el que viven ahora como adolescentes. Llevábamos a las niñas en su carrito doble cuando cerca del Acueducto unos japonenes apostados con sus cámaras repararon en nosotros. Con sonrisas de oreja a oreja y aspavientos nos indicaron si podían hacer unas fotografías de las pequeñas y del momento familiar. Accedimos, aunque uno con estas cosas se siente un poco entre atracción de feria y habitante de un país en los que habita el olvido. Dispararon sin piedad, como si fuera a escaparse la presa, y, sin borrar la sonrisa, nos lo agradecieron.
Tres lustros han pasado de la anécdota y todavía hoy me ha parecido verlos junto al Acueducto, aunque quizá me confunda y sean unos parientes. No sé, habrán envejecido y por eso no los reconozco, pero juraría que eran ellos. No obstante, siempre me consuela pensar que formemos parte de su álbum familiar o estemos en un marco de foto en la mesa camilla –o lo que usen– en el salón de su casa.
Y pienso en ellos y en lo que harían si volvieran a visitarnos en unos años y buscaran niños a quienes fotografiar para luego enseñar las imágenes a sus vecinos mientras toman té o montan en el tren bala. Pues no los encontrarían en el casco histórico. Deberían irse a los nuevos barrios o husmear en el alfoz en busca de chavalada que llevarse a la cámara o al dispositivo que la haya sustituido. Aquí, en el cogollito de la ciudad, ya saben: a comer menú típico y digestivo de judiones, cochinillo y ponche, que precisamente no es apto para menores.
Lo digo no solo como producto de mi imaginación, que también, sino convencido de que a la ciudad se le muere la algarabía infantil. Las proyecciones estadísticas de descenso de población es un indicio, pero mi sospecha se hace fuerte al comprobar como del bello parque temático segoviano se marchan los colegios, cierran los comercios tradicionales y hasta los bares clásicos, los de toda la vida, echan la verja hartos de que al turista le gusten otras cosas y los nativos abandonen el casco histórico o directamente tomen el camino que a todos nos aguarda.
Hace ya siete años que se fueron las Jesuitinas con sus cuatro centenares de niños. Dejaron la zona de la Catedral y de la Plaza Mayor sin mochilas y lo más triste, sin ruido. Ahora, en dos años, serán las Concepcionistas quienes abandonen el recinto amurallado para buscar espacio y oxígeno a sus setecientos chavales en el cercano término de La Lastrilla. Otro golpe al bullicio infantil y un impulso a la acompasada agonía de la vida local en el centro histórico.
Quedará piedra sobre piedra, pero ni un niño al que fotografiar. Y cuando aquellos japoneses regresen, si lo hacen, los responsables de la cosa turística deberán incorporar a su ajuar de la promoción una criatura con la que los visitantes puedan inmortalizarse. Y allí subido en el templete de la Plaza Mayor, en un estudiado photocall, posará el chaval, la chavala o una parejita si es posible, para que el abnegado turista se lleve a su cámara una muestra de que estamos vivos, de que hay futuro en esta vieja Segovia.
Incluso yo me retrataría, porque mis hijas ya serán mayores y me temo que no quieran ejercer de modelos ni con su padre. Además habrán emprendido el camino del éxodo, como tantos segovianos, en busca de oportunidades y, quien sabe, si de aquellos japoneses, que la vida es caprichosa.

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Sobre el autor

Jaime Rojas, delegado de El Norte de Castilla en Segovia, nos contará, todos los domingos, la crónica social de Segovia, capital y provincia.


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