Uno empieza a sentirse mayor cuando las novedades le desbordan. Seguro que le pasó a nuestros bisabuelos al ver un automóvil o a nuestros padres al ver el funcionamiento de un fax, algo esto último que a mí también me sorpendió. Me dirán ustedes que vaya una capacidad de sorpresa más limitada, pero convendrán conmigo que introducir un documento en un aparato y que salga tal cual a cientos de kilómetros es causa de estupor.
Sobresalto, aunque un poco más tolerable que lo del fax, me llevé cuando hace unos meses tomé en Barcelona por primera vez un taxi que no era un taxi, sino un vehículo con conductor que habíamos concertado para asegurarnos la llegada a Sants después del fútbol y coger el tren a Madrid. Trajeado, con una planta de actor y sin movérsele un pelo de la cabeza, el tipo salió del coche y nos abrió la puerta; ya dentro aquello estaba tan limpio que daba apuro hasta carraspear. Pero lo más asombroso de mi estreno en este servicio fue al oir su ofrecimiento de una botella de agua. Me cuestioné qué querrá o qué tendrá el agua, quizá esencias secesionistas, perjudiciales para la salud, claro. O será el argumento para cobrarnos más. Pues no, llegado al destino, no muy lejano, me pareció hasta barato, vista la exquisitez de viaje.
Poco después de esta experiencia de la ciudad no es para mí, estalló la huelga de taxis con el revuelo mediático y social que todos conocen y con la división de las Españas en dos, como manda nuestra más sagrada tradición. Estaban los defensores de los taxistas de siempre, con su conversación y su ‘oiga está todo muy mal’ y los que abrazaban la modernidad, con modelos al volante que te ofrecen una botella de agua gratis. Yo en esta disputa me pasaba como toda mi vida: quería que ganaran ambos, unos porque me acordaba del Fari y otros porque la innovación merece recompensa. Pero el Gobierno les dio largas cambiadas para, como siempre, dejar las cosas igual por lo que a estas alturas desconozco quien ha vencido, si es que no han perdido ambos bandos, como me temo.
Y pasada la tormenta, en la Segovia donde los taxis son pocos y de toda la vida, el conflicto tomó unos derroteros más sorprendentes que el mecanismo del fax del que les hablaba. Izquierda Unida con su único concejal propuso en el Ayuntamiento que los taxistas esperen en la puerta hasta que las usuarias que han transportado en horario nocturno entren en su domicilio.
El edil aseguraba que esto ya ocurre, que los taxistas vigilan que las clientas lleguen a buen puerto, pero que hay que dejarse de voluntarismo y regular, que para eso somos la izquierda adoradora del intervencionismo estatal. La cosa ha quedado en estudiarse y sospecho que mucho y con esmero, porque crear esa obligación de espera quizá ni le guste al profesional ni a la usuaria; y ni quieran, ambos. Es poner puertas al campo y colectivizar la toma individual de decisiones como si los afectados por el asunto necesitaran tutela.
Me parece que los taxistas poseen suficiente instinto profesional para distinguir cuando se produce una situación de peligro para las personas a las que prestan un servicio. Lo contrario, querer regularlo, es creer que o son tontos y no perciben el riesgo o unos desalmados que no desean ayudar. Porque una cosa es que los nuevos te ofrezcan una botella de agua y otra distinta que te la sirvan en una copa con delantal y cofia. Eso sí que sería un sobresalto.